42. ¡Qué mañana la de aquella noche!
El sol del mediodía le golpeó como el martillo al yunque, con una tenacidad desnuda de misericordia. No se sobresaltó cuando sus dedos rozaron la piel de otro cuerpo, muchas noches inundadas de ron añejo caribeño y wodka de las estepas, concluían en una mañana compartida con desconocidos. Eso, y una resaca en la que Dios y el mismísimo Satanás se habían puesto de acuerdo para castigarle.
Ahogó una carcajada cuando reveló el color de su eventual pareja, negro como el carbón de una mina de Gales. No menos gracia le hizo descubrir el tamaño del buen mozo que roncaba plácidamente a su lado. ¿Dos metros? ¡Menuda pareja! Él, que probablemente era el hombre más bajo de Noruega, y el gigante africano.
Le extraño mucho que la cama estuviera rodeada de confeti y pétalos de rosas. Era romántico aunque no a tal extremo, y ese tipo cosas le resultaban demasiado edulcorantes. Tan solo había recurrido a algo similar en ocasiones señaladas, como la noche de bodas con su ex.
Alarmado, comprobó que una alianza rodeaba el dedo anular de su mano derecha. Aterrado, vio que en la silla colgaba una banda en la que brillaban dos palabras: recién casados.

