80. Que nadie la roce (María Caballero)
Guardián feroz de su valiosa propiedad camina a su lado sin disfrutar de la compañía. Si sopla viento, la agarra del brazo, pega su cuerpo al de ella y la dirige a su antojo, que no la roce. Los rayos del sol y su pálida piel nunca coinciden, separados por una sombrilla blanca, ribeteada de delicado encaje, que coloca entre el astro y su amada y que ayuda, además, a esquivar las lascivas miradas de los transeúntes masculinos. Tanta abnegación la ahoga dentro de la burbuja protectora. Aislada del mundo, se marchita y acompasa los pasos con suspiros de nostalgia por la libertad robada. Él sufre con su ingratitud cuando le llama celoso enfermizo, mascando cada sílaba, torciendo el labio superior, entrecerrando el ojo. Odia ese feo gesto. No son celos, es amor. Reflejados en un escaparate mata su enojo con un húmedo beso. Una mano acaricia la espalda de su mujer, baja con intención hasta la cintura, cierra los ojos, no puede ver más. Celoso de esa mano que profana su posesión, a los postres, se la corta sobre la mesa de la cena inacabada. Jura que mandará que le corten la otra si se atreve a comportarse igual.