50. Rojo
Rogelio Rojas llegó a su hogar una púrpura tarde de septiembre. Había salido más temprano que de costumbre gracias a la alerta roja que les hizo desalojar la fábrica. Cruzó feliz la puerta magenta con una caja de bombones de frambuesa en una mano, y un ramo de rosas bermellón en otra. Pero solo encontró la lencería escarlata de su esposa en la entrada, y un poco más allá, insinuando un camino hacia la habitación, la rojiza ropa de un bombero. Enrojecido de ira, la sangre le hirvió aún más al escuchar los gemidos de pasión de los amantes. Entró a la cocina, sacó su cuchillo más grande —el “sanguinario” como lo llamaba— y se dirigió hacia el dormitorio.
Más tarde y todo cubierto de sangre, un apesadumbrado Rogelio, al ser esposado por la policía, solo atinaba a balbucear como excusa que había visto todo rojo.
Con razón dicen que el color rojo excita. Quién sabe si, en lugar de predominar ese tono en los momentos previos al doble homicidio, hubiera sido el azul relajante o el verde el que dominase. Tal vez entonces todo habría transcurrido por cauces civilizados. Somos pura química y nos dejamos influenciar por sustancias que segrega el cerebro en cada momento a partir de sensaciones externas.
Rogelio Rojas tiene un futuro negro, condenado a pasar el resto de su vida en una celda de lo más gris.
No sé qué habrá sido antes, si la historia adaptada al color propuesto, o viceversa. Lo que si sé es que ambos se adaptan a la perfección, como la mano a un guante a medida.
Me alegro de volver a leerte después de tanto tiempo.
Un abrazo, Jean. Suerte