79. Sangre de su sangre (Vicente Fernández Almazán)
La primera vez que te vi, sentí la alegría del desierto bajo la lluvia. Había saltado al tren estacionado junto a la tapia, dispuesto a recuperar el adoquín preferido de mamá. «Se me escapó», mentí. Recuerdo tus ojos aterrados inspeccionando la ventanilla rota y el silbato del maquinista, antes de bajar a tierra. Te deseé tanto, que me prometí descerrajar a pedradas el convoy de las 6:30 de cada martes. Desde entonces, sólo sueño con atravesar juntos el gollete del tiempo, grano a grano, como la arena volteada en los relojes. Gracias a que mamá estaba detrás. Ella me aconsejó practicar mucho para afianzar mi puntería y calcular mejor la alineación correcta de los vagones al pasar. Eso, y saber esperar. ¡Y vaya si aprendí!: desde cantos de granito y mármol labrado, hasta crucetas de hierro forjado; de todo lancé, con tal de clausurar vías y cercenar rumbos… ¡Y aquí estás al fin!, tan callada y tan pálida y, no empero, eclipsando este bullicio de raíles desvencijados. Tan guapa que, hasta mamá, vestida con su pareo negro y su risa seca, trepó a los despojos de la locomotora como un Lawrence de Arabia, para aullar orgullosa su nuevo recuento.