84. Sin amor
Nos conocimos (sin querer) en las fiestas de Buñol. No me dio tiempo a sentir ese cosquilleo de mariposas en el estómago del que todo el mundo habla. Se quedó un poco más abajo, sin pasar de la cintura, en esa parte donde nacen y mueren (sin querer) todos las pasiones disfrazadas de amor para dignificar los instintos que nos uncen. Sin embargo, poco antes de quedarme ciego, uno de los efectos secundarios de esos conocidos cosquilleos, pude ver (sin querer) sus curvas de vértigo, sus labios de pecado, sus pechos desafiantes en permanente inspiración, su camiseta empapada fundida con su piel, su sonrisa inconsciente y temeraria. Fue muy rápido, milésimas de segundo, donde la bisoñez de mi albedrío quiso hacer frente a lo inevitable, millonésimas de segundo y su cuerpo se sumergió (sin querer) en un río incontinente de amapolas. Reventaron (sin querer) aquellos dos volcanes enhiestos y turgentes que me apuntaban con descaro. Se encendieron (sin querer) sus ojos, como un atardecer incendiando el horizonte de la sabana africana. Un nanosegundo. Después se rasgaron (sin querer) los velos del templo y ocurrió lo inevitable, lo que impuso el destino (sin disfraces, sin querer).
Ocho «sin querer» entre paréntesis, enlazados al «sin amor del título», revelan, tras la dominante preposición, lo irresistible de los automatismos corporales, inclinaciones grabadas a fuego desde tiempos inmemoriales y que no entienden de miramientos ni frenos cuando las circunstancias se presentan propicias. El ambiente festivo, el probable acompañamiento del alcohol que todo lo relaja, inocula ceguera frente a los velos sociales y termina por suceder «lo inevitable». Habrá consecuencias o no, eso queda para esta pareja de personajes, nosotros nos quedamos con su acercamiento previo, que desemboca en una conjunción que les une, aunque solo sea durante unos instantes.
Un abrazo, Luis, Suerte