102. Sin ataduras (Esther Cuesta)
Me despedí en el rellano y al llegar al portal, ya la añoraba. Apenas había caminado unos pasos cuando giré la vista hacia su ventana y allí estaba, maravillosa sorpresa, cual ninfa seductora, despidiéndome con un pañuelo. Por un instante, deseé colocar el lienzo en mis ojos y evitar así que la locura de su bello rostro me hiciera regresar a ella de inmediato. Hasta mí llegaron la brisa marina y el olor salobre de las olas. Lancé un beso al aire y retorné resignado a mi camino, la cabeza gacha, las manos en los bolsillos. De repente, unos pies marchando alegres me llamaron la atención; pertenecían a un hombre bien parecido que, con una sonrisa franca y sus dos brazos extendidos, saludaba en la dirección que yo acababa de dejar.
El corazón me dio un vuelco y la angustia de la duda me abrumó; fue entonces cuando escuché la maravillosa tonadilla que siempre me atraía hacia ella.
Esther, que ritmo tan bueno en esta historia de atracción clásica. Suerte y saludos