87 Sombras fugaces (Marta Navarro)
Noche tras noche el viejo caballero recorre la ciudad. Repican a deshora sus botas sobre el empedrado y una mueca triste tiñe de melancolía el gesto de sus labios. Al paso de algún transeúnte despistado, inclina el hombre su sombrero de copa, recompone su levita harapienta y arrugada y sonríe, bastón en mano, con anacrónica educación. Su aspecto de romántico maldito −repletos de poemas los bolsillos, encendido de pasión el corazón− disfraza de dulzura un dolor antiguo; un pesar que a duras penas su risa enmascara; un desconsuelo que, al cabo, su mirada traiciona.
«¡Pobre loco!», escucha a menudo murmurar a su espalda con hiriente desdén. Clava entonces el anciano sus ojos en el cielo e implora un rayo de luz a las estrellas, un guiño, una señal.
Derrotado −no recuerda cuándo− por la vida, incólume ya su espíritu a la esperanza, a una sola nostalgia su soledad vagabunda aún se aferra: al fulgor de la estrella que de amor y de belleza en un parpadeo lo embrujó. No pudo retenerla pero junto a ella va siempre su alma y su sombra siempre lo acompaña.