96. Transición
La tarde en que murió Chanquete la congoja se alojó en mi pecho con la misma fuerza con que las garrapatas se aferraban al hocico de Rantanplan cuando paseábamos con el rebaño de Paco el Rojo.
Mi madre me prohibió llorar. Los hombres no lloran, me dijo con aquella voz hueca en la que quizá nunca se alojó la ternura.
Mis hermanas, por su parte, gimoteaban con sus frentes despejadas en una cola de caballo bien tirante y el beneplácito del resto de plañideras que se congregaron en casa.
A la mañana siguiente mamá nos vistió de domingo siendo lunes y acudimos a su entierro.
En la ceremonia, impertérrito, me pregunte por qué mis veranos no eran azules; por qué a mi padre, que siempre fue un hombre de tierra adentro, le apodaban Chanquete y por qué todos coreaban aquel «no nos moverán» en bajito.