Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

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40. Las lavanderas o la clave del Tratado

Nadie parece recordar ya a las Cruz-Romero. Sólo quedan unos extraños epitafios sobre sus descuidadas tumbas en el cementerio. Fueron unas lavanderas que se habían ido pasando el negocio de madres a hijas durante generaciones y que llegaron a ser toda una institución en la comarca. Dejaban cuellos y puños perfectamente almidonados, sábanas con el adecuado tono de azulete y ropa de ajuar con un perfume exquisito. Pero por lo que fueron más requeridas era para el blanqueamiento textil. La receta fue el secreto mejor guardado de la familia. Aunque se rumorea que el mismo Embajador  logró arrancarles con prebendas la fórmula para ofrecerla como regalo al rey de Portugal. El rey quedó más que impresionado y firmó un provechoso tratado. Nadie supo nunca que el enjuague era una mezcla de hierbas, sosa cáustica, aceite de oliva y esqueletos de recién nacido (más calaveras que huesecillos, aunque nadie sabe la proporción exacta). Quizás el Embajador pasó el resto de su vida atormentado por tal conocimiento. O se consoló con los grandes provechos del acuerdo. O todo fuera malicioso comadreo. Solo el diablo y esta vieja lo sabemos.

25 Responses

  1. Ángel Saiz Mora

    A veces los pequeños detalles pueden convertirse en elementos claves en el devenir de la Historia. Aparte de ello, tu relato viene a ser, a mi modesto modo de ver, un elogio a las cosas bien hechas, por humildes que puedan parecer. Me ha gustado lo del azulete.
    Un saludo y suerte

  2. Yolanda Nava

    Escalofriante uno de los componentes del blanqueante, no me extraña que conocerlo atormente.
    También a mí me ha agradado ese «azulete» tan olvidado.
    Como siempre, he disfrutado con tus letras.
    Fuerte abrazo.

  3. Me ha encantado esta historia con aire antiguo que me resulta en parte cercana: Yo aún uso para blanquear todos esos ingredientes: aceite, hierbas, sosa y hasta azulete, que todavía existe. Bueno, todos no. Muy bueno ese final inquietante. Me he quedado con ganas de conocer los extraños epitafios de sus tumbas.
    ¡Suerte!
    Un abrazo

  4. Elena Casero

    El hecho de saber cosas de los pueblos, cotilleos antiguos me ha hecho sonreír cuando he leído el secreto del blanqueamiento.

    Como siempre, me encanta leer lo que escribes.

    Suerte,que no te va a faltar.

    Abrazos

    1. Mar Horno

      La verdad Elena, es que algunos rumores de los pueblos es para caerse de espaldas. Si son verdad o no, ya no lo sé, pero tela, tela… Lo sé porque soy de uno. Un beso.

  5. No es de extrañar tanta blancura cuando se descubre el ingrediente que remata la fórmula del enjuague… ¡Brrrrrr!!! Y en cuanto al Embajador, no le debe haber remordido mucho la conciencia; debe de haber conseguido cuellos y puños almidonados a perpetuidad.

    Un relato muy visual, con mucho blanco y una pizquita de negro 😉

    Muy bueno, MAR. Me gustó.

    Cariños,
    Mariángeles

  6. Mª Belén Mateos

    Una formula de blanqueo que da un tanto que pensar, quizás ese ingrediente tan siniestro sea la clave, la inocencia blanca de unos cráneos de infantes.
    Buen relato, bien llevado y como siempre un gusto leerte.
    Un beso Mar.

  7. Ana Fúster

    A mi parecer, lo que eleva el relato son la última frase y esa imprecisión de no saber si lo que se está contando es verdad o cotilleo. Nos dejas con la curiosidad de qué decían los epitafios, qué mala 😀 . Besos y suerte.

  8. Cristina Requejo

    Como dice Ana Fúster, la duda acerca de si lo que se dice es real o sólo una leyenda, hace que el relato sea tan efectivo, además de lo bien narrado que está.
    Y sí, yo también querría saber qué reza en esos epitafios 😉
    Suerte, compañera.

  9. Reve Llyn

    Me llama mucho la atención el título, y a partir de ahí LA HISTORIA no hace sino crecer: crece en misterio, en tétrico (esa proporción de huesecillos/calaveras es un golpe genial), en duda sobre si es verdad o maledicencia, en quién es la vieja que tiene los conocimientos a la altura del diablo…y eso la hace GRANDE.

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