175. INOCENCIA, de Termita
Siempre recordaré aquella tarde de noviembre junto a la chimenea cuando cumplí seis años. El abuelo azuzaba la lumbre y las ascuas resplandecían en la oscuridad como luciérnagas. En la calle hacía un frío del demonio y yo daba buena cuenta de un trozo de cebolla y una hogaza de pan duro. Entonces llamaron a la puerta. Eran tres hombres. Preguntaban por mi padre. No pude escuchar muy bien, pero mi abuelo les dijo que no, que se confundían. Luego, mi padre me acarició el pelo, me dio un beso muy fuerte y se marchó.
-¿Adónde lo llevan, abuelo?
-Al bosque –dijo el yayo entre lágrimas- a dar el paseo.
-Pero eso es bueno, ¿no?
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Hoy tres décadas después he tenido el valor de ir a al bosque. Ha sido fácil encontrarte, reencarnado en ese roble tan alto cuyas ramas surcan los cielos y por las noches se funden con las estrellas.