45.- La vida en los balcones (Adrián Pérez Avendaño)
Cuando se produjo el terremoto, la ciudad quedó en ruinas. Las banderas de la casa consistorial permanecieron enterradas bajo los escombros y los colegios enmudecieron, convirtiendo el griterío infantil en un cándido recuerdo. La muralla dejó de imponer su vertical respeto, mientras los árboles conquistaban la acera opuesta tejiendo el adoquín de ramaje y hojas. Hasta los templos sagrados fueron abandonados por la fortuna divina. Todo se vino abajo, excepto los balcones. «Es un milagro», decían algunos; «no tiene explicación lógica», manifestaban los escépticos; «esto es cosa del santo», confesaban los más devotos. Mientras opinaban, contemplaban con incredulidad los balcones flotantes, carentes de una fachada a la que aferrarse, pero perfectamente conservados: con su barandilla de hierro, su balaustrada repleta de ornamentos, sus macetas con flores y su prolongación voladiza recortada sobre el cielo. Desde entonces, a la urbe se la conoce como la ciudad de los balcones y cada vez que un vecino atisba la inminencia de un peligro corre a refugiarse al balcón más próximo.
Quién lo iba a decir. El elemento quizá más débil, el que primero, posiblemente, se desmoronaría en caso de movimiento de tierras, el que está más en el aire, de forma literal, resulta que es el que sobrevive a las hecatombes de una forma tan inesperada como incomprensible, pero para eso está la literatura, para asombrar, descolocar, crear mundos distintos aunque partan del nuestro. Si misterioso es el hecho de desafiar las leyes de la gravedad, no lo es menos que la población termine por acoger lo insólito con naturalidad.
Un relato original en el que los balcones, como la literatura, transmutan en oasis, refugios en medio de la nada, espacios acogedores a los que merece la pena asomarse.
Un saludo y suerte, Adrián
Gracias, Ángel, por dedicar siempre tu tiempo tan generosamente a los demás. Habría que hacer un libro solo con tus comentarios. Un abrazo