66. El precio del Paraíso
Del filo de nuestras espadas resbalan ríos de sangre y la intolerancia de los enemigos hasta empapar la tierra. Oigo los gritos de júbilo con los que mis compañeros celebran la victoria. Dios nos protege. Dios está con nosotros. Somos invencibles. La lluvia, que ahora empieza a caer con fuerza, lava los cadáveres junto con sus pecados y parece justificar así la razón de nuestro triunfo.
Es entonces cuando abro los ojos. El vaho que exhalo al respirar se confunde con la niebla, espesa como un banco de cenizas, que nos rodea y me devuelve a la realidad en medio del caos. Ni siquiera la luz del sol consigue atravesarla y creo que ya nunca lo va a hacer. Es entonces, con los ojos bien abiertos, cuando pienso que nadie debería pagar ese precio por la promesa de entrar en un Paraíso, y que ahora la sangre derramada por cada adversario abonará lentamente, quizá durante siglos, el odio sembrado en sus campos. Ese odio que acabará cosechado por sus descendientes y nuestros propios pecados, cuando ya nada importe, cuando todos nos pudramos en nuestras tumbas.
Toda acción tiene una consecuencia, también las que sucedieron hace mucho tiempo, que de alguna forma llegan a nosotros y nos condicionan, o a nuestros descendientes, aunque a veces no nos demos cuenta. La violencia nunca trae nada bueno, no hay supuesto paraíso ni nada que la justifique, ningún motivo debería ser lo suficientemente poderoso como para hacer que los hombres se enfrenten unos a otros, hasta la victoria más nítida queda bajo una niebla permanente cuando algunas personas prosperan a base de masacrar a sus semejantes.
Un relato que es un grito a la convivencia y un aviso para navegantes, o para ciertos gobernantes que parecen no aprender, ojalá lo leyera más de uno.
Un abrazo y suerte, Rafa
Muchas gracias por tu comentario, Ángel. Sí que sería de desear que esa niebla que enturbia los ojos de algunos gobernantes quedara despejada. Y que nunca más hubiera una guerra por ninguna causa.
Otro abrazo para ti.