86. Redención
Rojas eran las flores que las mujeres del pueblo bordaban en sus vestidos de fiesta y roja la sangre que al llegar la guerra empezó a manchar los campos que ya no querían seguir en flor. Fueron entonces aquellas mismas manos primorosas las destinadas a ocuparse de los uniformes con los que los hombres marcharían al frente. Ya no había risas ni coplas en las horas de costura, sólo rezos silenciosos al dios de los que no creen, para que las balas del enemigo no bordaran sus rosas de muerte en las camisas confeccionadas con tan abnegada labor. Y hubo una entre todas ellas, resignadas artesanas de la aguja, que quiso rebelarse contra su destino y tomar el fusil del bando que mejor reflejaba el color de su corazón. No supo que se alistaba con los llamados a ser vencidos y que sería su peor derrota no morir con la dignidad de tantos otros, sino acabar cosiendo la triste indumentaria de los represaliados, redimiendo así la pena merecida por haber enarbolado la bandera de la libertad.