101. Savia en las venas
—No me dejes solo esta noche—me dijo hilvanando con dificultad lo que al fin y a la postre serían sus últimas palabras.
Paul era mi amigo. Él sabía que lo idolatraba. Idolatramos al científico que elucubra fórmulas magistrales, al orador bienhablado que seduce sin despeinarse, al concursante infalible, al joven que logra vender su start-up por una cifra incontable—aunque este en menor medida—; pero ¿a Paul?
Propenso al enajenamiento, cuando fue consciente de que esa máscara de oxígeno gorjeante y la tira de goteros con destino a la vía de su mano derecha obedecían a que algo no andaba bien, me dijo: «Ralph, solo tú sabes por qué no tengo miedo». Hacía tiempo que me lo había confesado: «Tengo savia en las venas, mi sangre es verde». Paul decía que cada mañana se sentía renovado, que en sus venas corría savia que, pasara lo que pasara, le hacía rebrotar cual planta. Convicto y confeso de su extraña persuasión, apenas se esforzaba en aprender nada: ¿para qué iba a aprender? «Soy como un niño», decía. Quizá lo que yo idolatraba, o envidiaba, era esa inalcanzable ingenuidad.
Aquella noche se durmió pensando, equivocadamente, que la savia verde lo salvaría.