114. Mirándolos de frente y de reojo en un continuo
Llevaba muchos días ahuecando el colchón sobre sábanas apestosas, levantándome solo para las cosas perentorias y ayudado de químicos y alcoholes para anular la consciencia y que así los ogros no se hicieran fuertes en vigilia.
Una mañana, un lejano punzón me pinchó entre la cuarta y quinta vertebras lumbares y salté como una gacela que huele un guepardo acechando.
Cuando llegué, el abuelo me estaba esperando en la puerta de su casa labriega y no me dejó ni saludar. Tan solo hizo un leve gesto para que le siguiera.
Me llevó hasta el gran roble e indicó con su cayado para que observara el corte de una gruesa rama desaparecida. Luego, me explicó pausadamente, que de ahí brotaba la que estuvo a punto de utilizar multitud de veces, pero que siempre, antes, se le aparecían los ojos de la abuela con el reflejo del prado donde retozaron la primera vez y soltaba la soga por no dejar de apreciarlos.
Pasamos unos días entre migas y leche de cabra cocida, entre amaneceres y atardeceres, entre charlas y silencios, entre paseos y descansos.
Cuando volví a la ciudad, sentía como si fuera el único que se saltaba los semáforos en verde.
Un hombre a vuelta de todo malvive en su casa, apenas sin levantarse de la cama. La vida es demasiado dura para él. De repente siente el impulso de ir a visitar a una persona sabia, su abuelo, que le cuenta que también ha pasado muchas veces por fases parecidas, crisis vitales en las que estuvo a un paso del suicidio, pero siempre halló, pese a todo, un motivo para seguir viviendo. El hombre sale de allí vivificado.
No sé si acertaré en la interpretación. De lo que sí estoy seguro es de que se trata de una historia singular, no solo por la trama en sí, sino por la forma en la que está contada, muy personal, algo que se percibe desde el título.
(Después de «gran roble» creo que hay una pequeña errata)
Un abrazo, Javier. Suerte