119. Los caprichos de las mareas
Anochecía cuando Virginia y tú encontrasteis el cuerpo desnudo de una mujer varado en una cala. Estaba boca abajo. Lo tocasteis tímidamente con un madero, observasteis aquellas capas de verde, el contraste de las algas enredadas frente al tono cetrino de la piel. Y curioseabais mientras el aspecto de la muerte se redondeaba cuando una ola puso el cuerpo boca arriba. Entonces salisteis corriendo hacia la arboleda; erais dos niñas unidas por el reverso, por la falta de tacto de las mareas.
Desde aquella tarde el iris de Virginia reproduce esa escena para ti cada noche, sobre la almohada, justo antes de cerrar los ojos. Es vuestro punto de amarre. Ahora ella duerme plácidamente porque todavía no se ha dado cuenta, pero tú sí, y por eso te has escabullido de madrugada, has puesto un vaso de leche a calentar en el microondas y te has quedado mirando el calendario. Sabes que estás a salvo mientras sus párpados cubran ese verde en descomposición, así que te has deslizado por las treinta cuadrículas, sin prisa; qué más da que la leche hirviendo manche el plato si el mundo se ha detenido en ese primer día sin ella. Sí, ese. Hoy.
Tus relatos siempre son diferentes, originales, elaborados, llenos de matices; éste no podía ser menos. Dos niñas encuentran el cadáver de una mujer. Todas las noches los ojos verdes de una de ellas rememoran aquel hallazgo, un día que se repite a diario cada noche, en los ojos que lo vieron. Todo ello bajo un aura enigmática, tras la que flota una obsesión y una visión que no puede olvidarse.
No ando muy fino a la hora de interpretar, seguro que se me escapan detalles, pero no tantos como para no disfrutar de esta buena historia, escrita con mucho oficio.
Un abrazo y suerte, Asier