84. La ausencia de los colores es el negro
Pero la desmemoria es blanca; no conoce dolor; ni arrepentimiento; no tiene manchas. —Maldito seas, murmura la joven mientras va hacia donde está su padre. Se para frente al anciano enajenado y le traspasa la mirada. Ella aún espera. Como si en el pozo sin fondo de sus ojos pudiera hallar un atisbo de disculpa. Pero al viejo solo le sale una boba sonrisa. —Pipí, consigue decir el viejo. Ella se viste de paciencia. En el cuarto de baño lo acerca a la taza del inodoro para que no mee fuera. Enfadada le seca con papel higiénico la última gota. Después, como si no le hubiera roto la vida, le pedirá inocente otra galleta.
Este hombre no es culpable de una enfermedad que le ha postrado, que le ha hecho dependiente. Su hija tampoco lo es de tener que cuidarle, de condicionar su vida a esa tarea desagradecida e ingrata. Lo hace de mala gana, pero lo hace porque lo considera su obligación, lo que no quita para que atraviese malos momentos que necesita desahogar. Sin embargo, ese sufrimiento no es nuevo. Su padre no debió de ser una buena persona cuando era consciente de sus actos, algo de lo que él ya no puede acordarse, pero que no le redime a ojos de su descendiente, que sí recuerda todo, que sufrió antes y sufre ahora, en una vida en la que los alegres colores han desaparecido, en la que solo reina la oscuridad.
Un relato sobre dos personajes y una sola víctima, condenada a un crónico sufrimiento.
Un abrazo y suerte, Mei
Vaya…qué sensación más desagradable, angustiosa…humana.
En un primer momento uno piensa en la dureza de su hija, luego piensa en lo duro que tiene que ser también para ella y por fin, al menos yo también lo he pensado, en si esa frustración, ese enfado, será solo fruto del «síndrome del cuidador» o de un pasado olvidado (solo por una de las partes). En todo caso ha sido una flecha al corazón.
Gracias