09. Un haz de esperanza (Marisa Martínez Arce)
No sé si llevábamos diez o quince días en aquel infesto agujero. El espacio era oscuro y reducido. Habíamos perdido la noción del tiempo. Al principio hacíamos rayitas en la pared, pero cuando la moral de los hombres se resquebrajó, dejamos de hacerlo. ¡Qué más daba! Jamás saldríamos de allí con vida en las condiciones en las que nos encontrábamos. Tuve que empezar a racionar la comida, pero lo peor era el agua. Si se terminaba, no sobreviviríamos. Algunos de mis hombres comenzaban a perder la paciencia, pese a que yo intentaba con todas mis fuerzas mantener la calma. Se peleaban por cualquier nimiedad. «Tenemos que conservar la moral alta», les arengaba, cuando la mía flaqueaba casi desde el principio. Era su superior y no podía permitir que lo notaran. Aquellos hombres dependían de mí.
Dormitaba sentado contra la pared cuando un diminuto haz de luz se posó sobre uno de mis ojos, su insistencia y la sensación de calor me despertaron. ¿Una señal? Debía tomar la decisión más difícil de mi vida. Si salíamos, tendríamos una oportunidad. Abrí y encabecé la marcha. Una ráfaga de aire puro fue la respuesta. Por primera vez comprendí en qué consistía ser libre.
No conocemos los motivos de su encierro, pero estos hombres que comparten un lugar reducido y escasos víveres están al límite de lo que un ser humano puede soportar. Deben de temer aún más lo que pueden encontrarse fuera, de ahí su confinamiento (cuánto usamos ahora esa palabra). Si un entorno es preocupante, el otro no lo es menos.
En momentos así, en los que parece que todo está perdido, solo queda recibir alguna señal. Quizá es cierto aquello de «Dios aprieta pero no ahoga», aunque hay que estar abierto a la esperanza. Tu protagonista, de quien depende la vida de otros, ha sabido leer en ese diáfano rayo de luz el camino a seguir.
Un relato en el que el optimismo se abre paso entre la peor opresión.
Un saludo y suerte, Marisa