40. Adiós, tristeza
Las ráfagas de soledad fueron aumentando con el tiempo hasta erosionar todas las palabras. Pero nosotras inventamos nuestra propia lengua de lágrimas. Qué fácil entendernos. Ella vestía un traje largo tejido con cenizas que derramaba sobre mi sofá. Me gustaba. Así podía esconder debajo mi corazón seco y arrugado. El día que sonó el teléfono, estábamos juntas —como siempre—. Creo que lloró más que yo. Al menos, comenzó primero. Tenía un sexto sentido para presagiar los eclipses de sol. Por eso supo la noticia antes que yo. Después de la muerte de mi hermana, mi sobrina se trasladó a mi casa. Éramos tres tazas quebradas. Pero la niña se recompuso antes gracias a sus juegos. Las risas infantiles y el olor a chocolate caliente destruyeron el silencio de los muros. Un día, sentí algo extraño en la garganta: era un colibrí que había anidado. Su pico de alfiler me hizo cosquillas. Tantas que solté una carcajada y las cenizas de su ropa salieron con ella por la ventana. A veces, la veo en mis sueños. Entonces, me levanto y busco ansiosa una mancha de tristeza en el moho del baño. Será que la echo de menos.
La tristeza tras la pérdida de un ser querido es algo inevitable, como necesario el periodo de duelo. Esto ya lo sabían nuestras abuelas y bisabuelas, ahora lo dicen mucho y escriben estudios extensos sobre ello los psicólogos. Pero el dolor no puede durar siempre, porque sería como negar la vida, que nunca se detiene más que cuando a cada cual le toca; en algún momento la alegría termina por aflorar, lo que no quita para que la congoja no deje algún poso interior.
Aunque parezca paradójico, la tristeza, tal vez por la sensibilidad a flor de piel que implica, contiene en sí algo de belleza (cuando las dos se han puesto de acuerdo para terminar en «za» es por algo), de la que anda muy bien nutrida esta hermosa historia.
Un abrazo y suerte, María
Qué bonito micro acabas de escribir en este comentario.
Como siempre, un abrazo fuerte.
Qué triste y bonito a la vez. Suerte.
Saludos.