59 MEMORIES
Palmira, su pequeña hija, siempre está pendiente del reloj que cuelga de la garita, en la que su padre pasa las horas muertas, para ver pasar los trenes. Surgen desde el norte, aparecen por el sur, unos repletos de mercancías, otros con siluetas de vaho pegadas al cristal de sus ventanas. Trenes que recorren la comarca cargados de fantasmas cada día, cada mes, todos los años.
La casa del guardagujas descansa en un valle entre montañas tan empinadas que muy pocos arbustos consiguen remontar a duras penas.
Cuando el guardagujas escucha el crujir de los raíles, arrastra los pies, soportando el peso del dolor y de los años hasta el cambio. Le sigue su mujer, también mayor, y entre ambos enhebran de memoria la dirección de cada tren mientras escuchan el lamento tenaz de su silbato.
Después, al regresar, vuelven a sentirla, el gélido remolino con el que se manifiesta en cada habitación y la ven, otra vez cruzar aquellas vías a destiempo detrás de un pájaro, un conejo, una pelota, no recuerdan muy bien después de tanto tiempo. Y desde entonces siguen esperando al tren que la lleve a su destino y puedan, por fin ellos, abandonar aquel exilio.
Una pareja de ancianos echan de menos a su hija, que se marchó antes de tiempo. La niña sigue anclada a ese lugar, aunque no puedan verla, al enorme reloj de la estación de tren, que un día marcará la hora en la que sus padres, que envejecen a cada minuto que avanzan esas manecillas, se reunirán con ella; o quizá cada cual viajará en su propio tren hacia otra dimensión. Mientras no suceda alguna de estas posibilidades, ella no podrá descansar y ellos tampoco. Todos están estancados, la desgracia del pasado que perdura en su memoria no se va a ir tan fácilmente.
Un relato sobre el dolor de la ausencia y el paso del tiempo, narrado con elegancia.
Un saludo y suerte, María