14. El comienzo de un cambio dietético (Rosy Val)
Aquel verano del 75 significó para Rosalía, una niña de doce años y de calles enlosadas, un cambio importante en su vida. Despertarse con el sol en la cara; trepar por las higueras; recoger huevos; jugar con Copito; ver a sus abuelos trajinar con las cabras, gallinas, cerdos… llegaba a su fin. Lo entendió al ver el Chrysler 180 aparcado bajo el gran olivo. Su padre le pareció menos alto y su madre, con su Chanel Nº 5 rivalizando con el olor a tierra, brevas maduras y caca de vaca, algo más delgada.
Partirían después de comer y quiso despedirse de Copito. Lo encontró en el establo. Sus orejas pendían de las manos de su abuelo. Sus patitas bailaban el aire y bruscamente su cuerpo se paralizó. Después, unas palabras sonrientes que no acertó a digerir…
«¡Hoy comida especial, que han venido los papás!».
Apareció sobre la mesa envuelto en granos de arroz. El dolor, prisionero en un porqué infinito, clausuró su estómago. Con el martilleo de los tenedores contra los platos aumentaron sus náuseas. Cuando la rabia se transformó en congoja y sus ojos consiguieron escupir sus lágrimas, tomó una decisión.
Para Ernesto Ortega
A veces tiene que suceder algo realmente fuerte e inesperado para que nos haga tomar una decisión. Se deduce que Copito debía de ser una mascota muy querida por la niña, por supuesto de color blanco, pero también comestible, un conejito. Su muerte repentina justo cuando ella dejaba el ambiente que tanto le gustaba para volver con sus padres ya es una señal en sí misma, pero que además el amigo tan querido se convierta en menú sin ningún miramiento, eso es mucho más de lo que una niña sensible puede soportar. Para ella no se salva nadie, ni los padres que quieren llevarla a un ambiente que no le gusta, ni el abuelo, que no tiene reparo en cocinar a su mascota, en lugar de darle un entierro digno. Todo ello ha hecho que la pequeña tome una decisión, además de la de no comer ese día, la de no volver a probar carne.
A mí me pasó un episodio parecido con un patito cuando era pequeño. Por tu dedicatoria, parece que a Ernesto también le sucedió algo similar.
Un relato que a ojos de los adultos puede no tener importancia, pero para los de una niña es toda una tragedia.
Un abrazo y suerte, Rosy
Tenía once año y me pasó algo parecido en un cortijo, en Sevilla, con mis tíos. Me marcó para siempre, y es verdad que nunca mas volví a comer carne de conejo.
Y sí, en la anterior quedada, durante una comida en Comillas, salió este tema, y fue Ernesto, quien comentó algo sobre este asunto. No sé si se acuerda, pero le «prometí» que si este relato salía a la luz, se lo dedicaría a él.
Muchas gracias, Angel, por tu maravilloso comentario.
Un abrazo enorme.
Los efectos de una matanza son debastadores, más si cabe en un ser tan frágil y tan empático con los niños. Quizás ecribiéndolo te haya liberado un poco de aqule momento. Suerte Rosy abrazos
Gracias, Montesinos, quizá sin saberlo, yo puse en práctica, al igual que la niña de mi cuento, aquello tan famoso de: «yo no me como a mis amiguitos».
Un placer que me comentes, en serio.
Un besazo.
Ands, Rosy, me acuerdo perfectamente de la conversación. Gracias. Mucha suerte con el concurso.
Gracias Ernesto, un besazo!
Hola, Rosi.
Es posible que a más de uno le haya sucedido algo parecido a lo que cuentas, tan bien relatado, en este microrrelato. A destacar que el título cuenta mucho más allá del final de la historia.
Un cálido saludo para ti y otro para el homenajeado Ernesto.
A veces suena la flauta y aciertas con el título, para mí una asignatura pendiente.
Muchísimas gracias por tus amables palabras.
Un beso grande.
Una visión que a cualquier niño (y a algunos adultos) puede traumatizar. Los que pasamos la infancia en un entorno rural fuimos en alguna ocasión testigos de ciertas prácticas, aunque no por ello dejo de entenderte.
Un relato escrito con mucha pericia.
Suerte con él, campeona.
Lo sé, que no pensemos igual sobre este tema, no quita que nos respetemos y nos apreciemos. Un besazo GRANDE, amiga.
Hola, Rosy, tu micro es de esos que llegan y enternecen. Y más si has vivido de alguna manera una situación parecida. En tu caso se nota por lo bien que nos lo has sabido trasmitir. Me siento muy identificada con Rosalía y contigo. En mi caso fue con una perrita, Perla se llamaba, de cuya muerte me llegó el disparo. Bien es verdad que estaba enferma y creo que así le ahorraron sufrimiento. Antes, en los pueblos, las cosas se hacían por las bravas. Quiero destacar entre tus certeras palabras la frase «El dolor, prisionero en un porqué infinito» por lo bien que expresa la aflicción de la niña ante lo incomprensible de la muerte a manos de su abuelo de un ser tan querido. El título, genial. Además, por lo que he leído, refleja tu decisión de no volver a comer carne de conejo. En fin, muy triste, pero me ha encantado que nos lo cuentes y, ojalá, te sirva de alguna manera para paliar un poco ese trauma infantil. Felicidades y suerte. Un beso.
Hola, Juana, agradezco infinito el tiempo que me dedicas, como tu empatía. Este sencillo relato, escrito con el corazón, no pretendía más que eso. Además de emocionarme con tu hermoso comentario.
Un abrazo grande.
Tengo dos casos en la familia, a los dos hermanos de mi madre también les sirvieron una gallina que, al parecer, se había convertido tanto en su mascota que siempre seguía a los dos niños en sus juegos por el patio. Resultado: ambos pasan ya de los 70 y jamás han comido pollo. A veces la vida nos estrella contra la realidad y el golpe nos ayuda a ver más claro. Un abrazo y suerte.
Ana, casos como el de tus tíos y el mío haylos y bastantes.
Qué bien verte por mis letras, amiga.
Un abrazo.