59. El último idealista
Cada mañana, a las cinco en punto, Roberto Fernández saltaba de la cama dispuesto a enfrentarse al mundo, convencido de que la puntualidad era el primer ladrillo que armaba la utopía. Vestía siempre de blanco, símbolo de claridad y transparencia. No tenía empleo formal, su trabajo consistía en servir a la humanidad, decía ilusionado a quien le quisiera escuchar, y su día entero lo dedicaba a ayudar a quien tuviera necesidad: recogía basura de las calles, proponía mejoras al ayuntamiento, atendía a los ancianos, alimentaba a cualquier animalillo abandonado… Sus vecinos lo miraban con un aire de ternura exasperada. «¡Ahí va Don Quijote!», se burlaba alguno, al verlo pasar con su sonrisa a cuestas y su halo de felicidad.
─Lo imposible no existe ─repetía Roberto Fernández, una y otra y otra vez, ajeno por completo a los sarcasmos─. Imposible es solo una palabra. Algo que la resignación inventó para justificar su pereza.
Y así, un día tras otro, transcurría su vida. Entre la alegría y la esperanza. Entre el sueño y la poesía. Al filo de un abismo que él llamaba amor y los demás locura o fantasía.
Las personas generosas deben de sentir tanta satisfacción al consagrarse en hacer de este mundo un lugar mejor, aunque sea de forma mínima, que se vuelven sordos a la incomprensión de quienes les critican, críticos que reprueban porque saben que queda de manifiesto, en comparación, su propia dejadez y egoísmo. Los Quijotes, contemporáneos o pasados, de ficción o reales, siempre han sido necesarios, a la vez que incomprendidos y hasta vituperados, como deja patente tu relato.
Un abrazo y suerte, Marta
Hola, Ángel. Pues sí, hay que hacer oídos sordos a la incomprensión y seguir adelante con generosidad y confianza. Muchísimas gracias por la lectura y el comentario.