64. Hasta el final
Nunca imaginaron que su hermoso hogar se convertiría en una trampa. Con las articulaciones supurando óxido y el alma fatigada, fueron reduciendo su espacio vital a lo imprescindible y abandonando estancias de difícil acceso.
Una tarde que densas nubes de alquitrán amenazaban tormenta, ella suspiró. Él adivinó el pesar en la nostalgia de sus ojos inquietos, se levantó de la butaca y la besó en la frente con devoción.
―Voy a subir.
La mujer trató de disuadirle, pero el hombre, empecinado en la aventura de complacer a su dama, jadeó tozudo, peldaño a peldaño, hasta llegar arriba. Al cabo, asomó esgrimiendo triunfal una bolsa llena de libros.
La ilusión de ella se tornó angustia al observarle descender en un equilibrio inestable que presagiaba el mal paso, la caída, el alarido e incluso el giro antinatural de la pierna huesuda sobre el descansillo. Impotente, llorosa, viéndole pálido, mudo y desvalido, se sintió desfallecer, su cabeza golpeó el pasamanos y, aturdida, aterrizó sangrando en el suelo.
Quedaron ambos tan maltrechos e incapaces que, cuando recobraron el habla, convinieron en que el destino ya solo les dejaba un consuelo: que él leyera para ella en alto las novelas causantes de aquel fatal despropósito.
Lo que un día acabó por unirles en esta versióm del clásico, las novelas de caballerías llevadas a la práctica, aun de forma tragicómica, acabó por acompañarles en el final de sus días, en una degeneración física inexorable. Tendemos a mantener a los héroes y heroínas (y Quijote y Dulcinea lo son), como si fuesen eternos, pero todo tiene un final, porque las historias siguen y terminan y eso es triste,, pero en compañía lo es menos, y con el añadido de buenas letras todo resulta más llevadero.
Un abrazo y suerte, Eva