Las casualidades de la vida.
Dicen que las casualidades no existen, pero yo empecé a dudarlo el día que ingresaron a mi marido.
Una neumonía grave, dijeron.
Y allí, en la cama de al lado, con la misma bata celeste y el mismo olor a desinfectante, estaba mi primer amor.
Treinta años sin verlo y, de pronto, compartiendo habitación con el hombre que juré amar para siempre.
Le miré y apenas lo reconocí. No supe si era la enfermedad o los cincuenta que pesan en la cara, pero aquel chico de sonrisa insolente ya no estaba.
En su lugar había un señor cansado, con una expresión que olía a recuerdo.
Nos reímos un poco. Recordamos una noche de verano, un coche, un beso torpe.
Fue bonito. Nostálgico. Pero también entendí que el pasado es una habitación de hospital: hay que entrar solo de visita.
Y mientras mi marido mejoraba milagrosamente, entró el neumólogo. Treinta años, piel perfecta y sonrisa de viernes.
Dicen que el colágeno es bueno para la piel. Yo digo que también lo es para el alma.
El día que dieron el alta a los dos, yo también me curé.
Esta vez con receta nueva.

