90 Absolución
La persiana bajada a media asta solo deja entrar en la habitación un rayo de sol extraviado. El hombre de la cama es el mismo de entonces. El que me confinaba a oscuras, sin comer ni beber durante días en el desván, después de haber tapado el tragaluz con tela asfáltica. Son todavía esos ojos grises y fríos con los que daba las órdenes en silencio. Y ahí están las manos de dedos huesudos que quedaban marcados en la carne después de una bofetada. Pero el cuerpo enclenque y arqueado, la mirada perdida, los labios de palabra temblorosa no son lo que eran. Me pide tímido un vaso de agua. Dudo. Aun así, se lo acerco e incluso le regalo una caricia. Se toma unas pastillas. Recostado se queda de nuevo traspuesto. Adivino fuera el cenit por la fuerza de los destellos en el suelo. Abro la ventana, corro la cortina para dar paso a la claridad diáfana que lo inunda todo.
Hay que tener una gran capacidad de eso que llaman misericordia para no ensañarse con quien ha sido carcelero y torturador. Las hojas bajas han de llegarnos a todos y entonces es fácil hacer leña del árbol caído, en este caso, además, sería del todo comprensible otro tipo de reacción más hostil; pero en el hecho de no caer en ello, que sería demasiado fácil, reside la grandeza humana. También en no dejarse hundir por la oscuridad y, cuando se cierra una puerta, abrir una ventana y buscar una salida para salir a la luz sin resentimientos.
Un relato muy luminoso, Mei.
Un abrazo y suerte