112. Belleza fría (Ernesto Ortega)
Creo que ya te lo había contado. De niño me encantaban las películas de Hitchcock. Siempre acababa enamorándome de la protagonista: Grace Kelly, Tippi Hedren, Kim Novak, Janet Leigh. Rubias de elegancia inquietante, belleza fría y mirada azul, aparentemente frágiles, pero capaces de conseguir lo que quisiesen de cualquier hombre. No he tenido suerte con las mujeres, todas me han tratado con indiferencia y frialdad. Tú, en cambio, parecías distinta. Ardiente. Cariñosa. Pura pose. Eres como todas. No has dicho una palabra en toda la noche. Quizás debería ofrecerte una copa, porque ya no sé qué más puedo hacer para romper el hielo. Te he susurrado palabras bonitas al oído. He acariciado tu pelo y he besado tu cuello al calor de la chimenea. Y, como no me lo has impedido, hasta me he atrevido a deslizar mi mano por debajo de tu jersey. Te aseguro que he sentido la dureza de tus pechos y tus pezones completamente erguidos bajo mis dedos. Pero sigues estando fría. Muy fría. Todavía tienes escarcha en el pelo. La próxima vez quizás debería subir un poco la temperatura del congelador.
Seguro que en la historia del microrrelato nunca ha habido una descripción de un intento de seducción de una mujer tan gélida, atrayente para tu protagonista, pero dominada por una indiferencia que no es solo pose elegante de actriz mítica de Hollywood, sino que se trata más bien de la impavidez imperturbable del rigor mortis.
Es comprensible que las cosas no transcurran como él, en esa mente enferma y dañina, había pensado. Hasta un sujeto así necesita calidez humana, que no merece, y sí, por el contrario, una fría celda de por vida.
Un relato con un golpe final tremendo que no puede dejar frío a nadie.
Un abrazo, Ernesto, Suerte.
Sí, no sería mala idea subir la temperatura, pero claro, a riesgo de que la pobre señora no esté fría, sino maloliente.
Me ha encantado Ernesto, el final hiela. Besos.