60. Columbario
El día que murió mi padre busqué a mi mujer como buscaba a las chicas cuando era adolescente. Un hambre atávica alimentó mi deseo aquella noche y llegamos a cumplir hasta tres veces. Lo raro es que ella no rehusara mis envites, que aceptara aquella guerra como el deber ineludible del soldado. Habíamos cerrado el tanatorio con la excusa del descanso de mamá, pero ni yo ni mis hermanos pensábamos en otra cosa que no fuera en nosotros. Había sido un día duro para todos porque nada presagiaba que papá nos dejara de repente. No era la primera vez que nos lo hacía y entonces, cuando desapareció sin dejar rastro una noche apacible de septiembre, juramos que para sus hijos había muerto. Para mamá no, ella siempre tuvo la esperanza del regreso, y así fue. Volvió una noche de tormenta con un traje azul marino, calado hasta los huesos y con el semblante triste de un beagle esmirriado. Después le fuimos perdonando, porque había aprendido a hacer las mejores tortillas que habíamos probado y porque un olor a ciudadela inundaba la casa cuando asaba pimientos colorados. No pudimos llorarle sin embargo, aunque, todavía hoy, extrañamos su mirada de viejo arrepentido.
Juancho, eres un narrador nato, me encanta ese «olor a ciudadela», como la descripción de los verdaderos sentimientos de tus personajes en ese tanatorio. El arrepentimiento y el perdón engrandecen a las personas, pero hay una verdad que queda dentro que puede que nunca pueda cambiarse. Para algunas cosas no existe el olvido, sino un poso permanente, no es algo que se pueda elegir, no resulta tan sencillo como apagar un interruptor o encenderlo y a otra cosa.
Un abrazo y suerte, Juancho
Es difícil darle la espalda a un padre, aunque él no siempre haya sido el padre perfecto. También somos capaces de encontrar la grandeza en cualquiera de sus actos por simple que este sea y de perdonar, aunque siempre, como dices, quede ese poso de amargura cuando ha habido alguna afrenta. Muchas gracias, Ángel, por tu cariñoso comentario y por el aviso, porque lo había leído más de diez veces antes de mandarlo y ni me había dado cuenta.
Un abrazo enorme, nos vemos en la Iván de Vargas!!
Juancho buenqa tirada, me gusta ese padre Guadiana y esos sentmientos atávicos del personaje que piensa en follar más que en la muerte, quizás ambas cosascomparten conceptos, instantes. Y claro que se perdona pero se lo ha ganado que una tortilla de patatas bien hecha resucita un uerto. Abrazos, suerte
jajaja… gracias Monti!! Bueno, no es que solo piense en follar, es que folla para no pensar en la muerte, quizá la más cercana que haya tenido nunca, la más dolorosa hasta entonces, aunque haya sentido algo parecido a ella como es el abandono. Totalmente de acuerdo, el que sepa hacer una buena tortilla de patatas, con cebolla por supuesto, tiene el cielo ganado y merece cien años de perdón.
Un abrazo grande!!
Maravillosa micronarración.
Por añadir algo a lo que ya han comentado con tanto acierto antes que yo, quería hacer incapié en la importancia de la comida en tu historia; la tortilla (de patatas o no) y los «pimientos asaos». Psicológicamente, la comida siempre está presente en situaciones de estrés, ansiedad, miedo…Está claro que tu protagonista supo utilizarla bien y sabía que los demás se dejarían llevar.
Nos leemos
Muchas gracias, Isabel Cristina, por leer y comentar. Es verdad que es un relato en el que se aprecian los sentidos del gusto y el olfato, tal vez en segundo plano, pero con cierto protagonismo. Esa es la idea original, la negación, de alguna forma, de la muerte por medio de las cosas que nos resultan placenteras. Muchas gracias por tan acertada apreciación. Nos leemos, sin duda.
Un abrazo!!