Dafne
La acequia al lado del campo de las adelfas se estaba desbordando, las aguas suplicaban recuperar su cauce en la tierra natural que le había sido asignada hacia más de doscientos años y, solo apenas veinte que el nuevo propietario de la finca decidió soterrar su fluido acuoso por importunar con su murmullo la siesta, a esa deshora que el cuerpo se vence ante la pereza de vivir.
La lluvia no ayudaba demasiado a tragar el hastío, el recuerdo inmaculado que desconocía, esa partida de cartas al arrullo de eco, el sonido de unos caracoles enredados en la orilla de su humedad, la algarabía de los nietos que recolectaban con su risa la angustia de saber que ya no era su huerta.
Amanece. El sol destierra el cemento sepultando en la zanja, la azada acompaña al golpe repetitivo de la dureza del pasado.
El nuevo dueño da luz al canal que conduce al regadío, al abuelo, a las adelfas que reviven en el aire al lado del campo, a esa tormenta cuyo destino es sembrar recuerdos en la madre tierra fértil.
Se arquea y reposa en el sueño de Apolo doscientos años más.