61. El charco de las delicias (María Rojas)
En el río mis tías abuelas, Marta y Virgilia, no sé de dónde ni cómo sacaban una vitalidad asombrosa y se tiraban de cabeza al charco de las Delicias. Detrás se zambullía Fortunato. Yo maravillada me quedaba viéndolos. Ellos, mirando al cielo con las piernas y los brazos extendidos, flotaban extasiados, vibrantes, místicos. Las pieles con el agua se les estiraban, como las sombras con el sol, y los ojos intemporales fulguraban. Las parumas de las tías se inflaban de dicha y el calzón de lino de Fortunato formaba remolinos con la corriente.
Todo era silencio; solo el aletear de los pájaros, el caminar arisco de los insectos y alguna serpiente de maliciosa belleza que los rastreaba. El paisaje perdía sus coordenadas y se fundía en goces.
¿Era esto acaso el paraíso perdido?
Un charco donde el tiempo vuelve a las personas a su mejor momento solo puede ser, efectivamente, la puerta a su paraíso perdido, que no es otro que el de la juventud, divino tesoro. El problema es que la magia no puede durar siempre, y es previsible que cuando salgan del charco vuelvan a ser los que eran, con los años a las espaldas que les corresponden.
Un abrazo y suerte, María.
¿Dónde está esa fuente de la juventud? ¡Ah, que las coordenadas se pierden! Pues a mí me gustaría sumergirme en ese desorden temporal. Bueno, y quedarme allí.
Un abrazo, y suerte, María.
Evocador y deseable, y seguramente real, había y aún hay paraísos terrenales.
Todos deseamos que así sea.
María, me encanta ese río, yo también tuvo uno así, en bikini y sin faldones, con el sol reflejándose en el agua helada y la dejando el cuerpo flotar. Me zambulliría ahora mismo con Marta, Virgilia y Fortunato.
Un abrazo y suerte.
Gracias por leerme.
Un abrazo grande.