88. El mal no entiende de familias
Se despertó a las tres de la mañana, como en las últimas noches, envuelto en un sudor tan frio como penetrante, víctima de una pesadilla recurrente que dormía a su lado y que no era capaz de arrancar, con el matiz de que esta vez sabía lo que debía hacer.
Cogió lo necesario y arrancó el coche con la certeza del que sabe donde quiere ir aun desconociendo el camino, y llegó al único lugar donde la anoche no alcanza a ver.
Allí, en el punto de no retorno, le aguardaba su viva imagen, el que le atormentaba en sueños, aquel que sentía tan dentro que no acertaba a distinguirlo de su propia conciencia. Habían estado toda la vida unidos en la distancia, retroalimentando un odio visceral a todo y a todos. Pero eso acabaría esa misma noche.
Las hojas de los cuchillos brillaron por un instante, para bailar después al son de la sangre.
Mientras, lejos de allí, el primogénito, el bendecido con la semilla del mal, quemaba una vieja foto de unos trillizos recién nacidos junto a una madre moribunda que tampoco sería digna de lo que estaba por venir.