41. En penumbra
Cuando se fue la luz en el vecindario atardecía. Regresaba a casa tras despedirme de mi esposa en la estación. Antes de entrar, me entretuve observando a una niña en los escalones de su adosado seguir con la mirada una silueta que se alejaba fatigadamente. La brisa dulce, el silencio de las farolas y un ocaso de vetas rojas completaban el cuadro.
Debía de haber pasado más tiempo del que imaginaba, porque dentro ya reinaba la oscuridad. Crucé el zaguán y desde la galería, a través de los visillos de la sala de estar, adiviné unas sombras esbozadas por el tenue resplandor de una vela. Mi padre sentado en su sillón apartó la vista del televisor apagado para saludarme; mi madre doblaba ropa cerca de la llama mortecina. Dijo que improvisaría algo de cena. Mi padre, qué tal me había ido el examen. Tuve un presentimiento: iba a preguntarles por mi hermano –sí, en esa época todavía viviría–, por cómo sobrellevaba la enfermedad; pero me contuve a tiempo. No quería perturbarlos, tan confortablemente instalados en el calor del hogar.
La falta de luz, la rutina, mirar un televisor sin imágenes, implican falta de ilusiones y un hogar vacío tras una pérdida irreparable. Pocas lo son más que la de un hijo. Esas últimas luces del atardecer y la figura que se aleja pueden simbolizar el fin de la alegría, una existencia que se mantiene solo por pura inercia.
Un saludo y suerte, José Luis
Aunque esté En penumbra, tú sabes proporcionarle la luz adecuada al relato.
Gracias y un saludo, Ángel.