95. Juguete roto.
Lo admito: He soñado con Lucrecia Nogales desde que se instaló en el piso de abajo y escribió su nombre en el buzón con esmalte de uñas. Rojo. Hembra de allende los mares, exagerada en tacones, contornos y gestos, parecía someter al mundo. Observar sus andares calle abajo, era un dulce suicidio al que me sometía a menudo. A su paso, dejaba un aroma intenso en el ambiente que me arrastraba hacia ella, como un yonqui hacia el callejón.
Llenó el edificio de fiestas, jóvenes tatuados, alcohol, ruido y polémica, taladrando el silencio y el sueño. Difícil descifrar si los gritos eran de placer o dolor.
Hoy, de nuevo, voces y música extrema rompieron la noche. Silencio. Sirenas. La luz intermitente y rojiza de la ambulancia ilumina y apaga, ilumina y apaga, una muñeca desmadejada en la acera, brazos y piernas mulatas: todo roto. Un zapato deshabitado clava el tacón en el aire y en mi conciencia. Acodado en la terraza, mis lágrimas mezcladas con parpadeos de sirena producen un collage rojizo, casi hermoso, sangre, pánico, culpa e impotencia. Por primera vez veo la cara niña, desnuda de maquillaje y carmín, indefensa y asustada. Siento vergüenza y vomito.
La llegada de una joven singular trastoca la vida cotidiana de un vecindario corriente. En torno a a sí atrae energías, placeres, pasiones y excesos. Testigo de excepción de todo ello es uno de los inquilinos que la observa de cerca, fascinado, como si de una diosa se tratase. Igual que contempla sus momentos álgidos también asiste a su caída, que la hace mas humana y confirma la fascinación que siente por ella, también el contraste entre su naturaleza anterior y la que nunca pensó que podría conocer, la vulnerable.
Una afortunada combinación de semblanza y sensaciones hecha relato.
Un abrazo, Gelines. Suerte
La cara y la cruz, la vida y la muerte, la risa y el llanto… Todo un mundo resumido en esos trazos en el buzón.