61. La apuesta (Salvador Esteve)
La primera vez no me dolió, muy al contrario, fue una liberación: mi marido era un borracho maltratador. Pero Lucía, mi hija, lloró desconsolada, por aquel entonces tenía tan solo cuatro años y adoraba a su padre. Aunque realmente fue muy chocante oír la puerta y ver entrar a un extraño para tomar posesión de sus ganancias en la partida de póker. Era algo mayor, pero buena persona, por lo que cuando, pasado un tiempo, irrumpió otro hombre lo sentí un poco. Las cartas, tarde o temprano, siempre se tuercen y todo el lote, vivienda, enseres materiales y humanos, pasábamos de mano en mano. Al final te acostumbras. Recuerdo con especial cariño a Patricia, una jugadora de primera, una despampanante rubia que me hizo percibir diferentes matices del placer y que para mi pequeña fue una segunda madre.
Pero los naipes no entienden de emociones ni arraigos. La cerradura de la puerta nos despierta, y allí está un joven con cuerpo de atleta, un ramo de flores en la mano derecha y un osito de peluche en la izquierda, todo ello aderezado con una sonrisa. Lucía y yo nos miramos esperanzadas, y solo esperamos que no vaya de farol.
Jajaja, pues no tiene mala pinta este último jugador. Igual es la definitiva y las que realmente salen ganando son ellas. Una propuesta muy imaginativa y, aunque refleja una la situación dramática, el micro resulta divertido y nos acaba regalando una amplia sonrisa. Por resaltar alguna cosa, me quedo con la frase «una despampanante rubia que me hizo percibir diferentes matices del placer», tiene su miga. Me ha gustado mucho. Un abrazo y suerte, Salvador.
La afición al juego puede convertirse en obsesión y vicio, hasta llegar a apostar y a perder lo que debería ser intocable, lo más sagrado, lo genuinamente propio, lo mejor que se tiene: la familia. Tu relato, sin embargo, muestra que el ser humano es capaz de adaptarse y hacer costumbre de cualquier situación. Al final las cosas no son buenas ni malas en sí, depende de cómo nos las tomemos. Además, quién sabe, puede que sea cierto eso de que no hay mal que por bien no venga.
Un abrazo y suerte, Salvador