46. LA DEL ALBA
Al ver el rostro alarmado y soñoliento de la joven, el sirviente se mostró todo lo sutil que su baja condición le permitía, y así logró apaciguar a la sin par doncella, que temió por su vida pese a esconder una daga en los leotardos.
-No tema, que más leal que yo le soy solo le sería mi amo.
Pero la joven, segura tras ajustarse el salto de cama y empuñar fuertemente el puñal, fue incapaz de ver en ese rostro quemado por el sol los innumerables sufrimientos del caballero andante del que venían a darle tristes noticias. Tampoco mostró interés en sus desvelos, en sus sobresaltos, y en sus cuitas, que no fueron pocas. El criado depositó una carta sobre el lecho de la insensible damisela, que lo invitó a dejarla en paz.
-Márchese si no quiere que alerte a mi servidumbre.
Por eso, una vez cumplido lo que creyó su deber, salió por donde entró, poniendo rumbo a la aldea en una larga caminata, mientras pensaba que su señor enloqueció sin motivo, y se marchó a disfrutar del amanecer, que anunciaba otra jornada tórrida, sin saber qué le depararía su nueva vida.