27. La tía, sorprendida, miró a sus sobrinos. (Jesús Alfonso Redondo Lavín)
Un ictus dejó a Isidoro mudo, parapléjico y confuso. Negocios de coloniales y unos contratos con el ejército lo colocaron en una holgada posición que le permitió casarse con Juliana, una belleza del Valladolid de los años en que aún Cuba era española.
Seis meses duró aquella tortura. No había forma de entenderle, y esto llenaba de iracundia los ojos de Isidoro y de desesperación a Juliana. Ni el cura lograba entender el porqué de aquellas reiteradas cabezadas apuntando con la barbilla al cuadro de la Virgen.
─Se ha vuelto muy devoto, comentaba Juliana.
Fallecido Isidoro, a Juliana, el local comercial, la casa y unos fondos en el banco, le parecieron muy poco, para lo que ella pensaba. Tuvo que alquilar la casa a unos carniceros, e irse a vivir con sus sobrinos a los que por falta de los propios siempre mimó como hijos suyos.
Una mañana le dijeron a Juliana, que los matarifes habían dejado la puerta de la casa abierta saliendo de ella apresuradamente. Juliana y sus sobrinos entraron. Sobre la mesa del comedor, vuelto hacia abajo, con la tela cobertora rasgada, se encontraba el cuadro de la virgen. Tres monedas de peseta estaban enganchadas al bastidor.
Lo que Isidoro, impedido físicamente en vida, no pudo recoger, lo hizo posiblemente como fantasma, de ahí el asombro de quienes vieron aparecer, de forma misteriosa, esas monedas del cuadro. Un hecho sorprendente que quizá no lo sea tanto si se comprende la probable naturaleza tacaña de Isidoro, una fortuna no se consigue si se desdeñan monedas.
Tus relatos suelen tener elementos biográficos. Me quedo con ganas de saber si en este caso este suceso que has descrito y reflejado se contaba como verídico; que, aparte, lo fuese o no, entra dentro del misterio y la imaginación.
Un abrazo y suerte, Jesús
Como siempre, muchas gracias. No sabes cómo animan tus comentarios a los relatores.
Pues, sí, es una leyenda familiar. Uno de los sobrinos del relato era mi abuelo Dionisio Redondo. Y la historia, más o menos novelada, la contaba mi abuela Dolores Botas (Doña Lola) en los años de penuria de la postguerra en los que el abuelo estuvo represaliado como maestro republicano. Parte de la ayuda para sobrevivir salía de la venta a saldo de casas y cosas que mi abuelo Dionisio heredó de la tía Juliana Redondo, hermana de su padre. Añoraba mi abuela Lola, magnífica contadora, aquella fortuna perdida supuestamente escondida y robada detrás de un cuadro. Ese cuadro, quiero suponer que lo es, junto a un reloj de oro de bolsillo «Donat-Fer» que pertenecieron al susodicho Isidoro, Isidoro Corona, va pasando en mi familia de primogénito a primogénito. Hoy los conservo en mi casa -es mi turno y esto lo guardo para otro relato-.
Está visto y leído que tu familia da para mucho. Esta vez estás recordando que siempre hay que tener muy presente y a la vista la religión, siempre, por muy ateo que seas. Buen relato Jesús.
Gracias, Miguel. En todas las familias, incluso en la tuya, hay cientos de anécdotas. Claro es que si no pusiste atención o no las recuerdas no las puedes contar. Un abrazo