29. Luces apagadas (Miguel Á. Moreno)
Después de despedir a los últimos comensales, suspiró profundamente y recogió esos dos cubiertos, los de la mesa 13, que habían quedado sin usar. ¡Qué curioso! Con cuidado, los introdujo en el aparador y echó otro vistazo a la sala, cerciorándose de que allí no quedaba nadie.
Apagó las luces y se dirigió a la cocina. Julio Alberto, el cocinero, aguardaba la orden para marcharse. Así lo hizo, no sin antes abrazarle. “Gracias, jefe, gracias por todo”, repitió varias veces antes de traspasar la salida. El restaurante quedó completamente a oscuras.
Ya en la calle, cruzó a la otra acera y contempló por enésima vez la fachada. “Necesita una mano de pintura y darle un toque más moderno“, se dijo, sin reparar en que había traspasado el negocio a una casa de apuestas.
A la oscuridad de la noche le sigue un amanecer, aunque, a veces, también de forma inevitable, las luces se apagan para siempre, señal de un final de ciclo, el de un local, como es el caso, o incluso, el de una persona.
Dicen que las casualidades no existen, por eso esa mesa 13 fue la última que recogería, tras el triunfo de una fatalidad que hizo que cerrase su negocio, algo que no sospechamos al leerlo por primera vez, como tampoco que el abrazo y el agradecimiento reiterado del cocinero eran una despedida, que confirma que hizo las cosas bien (todas las mesas llenas, menos una; reconocimiento de los empleados) pero los elementos en contra se volvieron insuperables y no le quedó más remedio que traspasar el negocio.
Un relato en el que, con pocas palabras, se desgrana una situación, con un final hábilmente oculto hasta el momento oportuno.
Un saludo y suerte, Miguel Ángel