Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

BLANCO Y NEGRO

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en BLANCO Y NEGRO

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán relatos que desarrollen el concepto BLANCO Y NEGRO. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE DICIEMBRE

Relatos

70. Cata a ciegas

Soy consciente de que infundo terror, pero todo obedece a una exageración desmesurada. Yo prometo encuentros únicos e irrepetibles y nunca defraudo a las atrevidas afortunadas.

En esta ocasión la aplicación me había deparado en suerte una esteticista preciosa. La sobremesa fue muy prometedora; mientras calentábamos motores con un fabuloso malta escocés, ella se acurrucó junto a mí y me mostró la francesita que se había hecho. En cada uña lucía una irresistible gota de sangre circunscrita en una mazmorra de arabescos. Las lamí una tras otra, de manos y pies. Entonces, seleccioné “Vampire in love” en la rocola —adoro esos detalles vintage de la aplicación— y empecé la caza. ¡Ay! La cata, quería decir. En boca resultaba muy fresca, sabrosa, pero en vena fue un auténtico desastre: apenas sangraba y atufaba a miel caramelizada. ¡Qué asco!

Para la próxima luna exigiré en el cuestionario que no tenga azúcar. Me da mucho repelús escuchar cómo les cruje el cráneo cuando tengo que apartarlas de sopetón, asqueado por el pestazo, y se dan de bruces contra el suelo o la pared. Además, esas noches siempre sueño con diabéticas descalabradas que me persiguen y clavan estacas en el corazón. ¡Qué horror!

69. DOLOR, HONDO DOLOR

Esa maldita letra circular le sumía en un estado de angustia que escapaba de su control. Podía pasar varios días sin salir de la cama. Refugiado entre las sabanas esperando a que el tormento desistiera, sin probar bocado, con las persianas bajadas haciendo cómplice a las sombras. Consciente de que tenía que terminar el trabajo y también, que le resultaba una tarea hercúlea y, lo peor, ellas iban a estar acechantes para apoderarse de sus escritos.

Consultó a varios doctores con idéntico diagnostico: nada. Le recomendaron la acupuntura y esforzándose por aislar el terror a las agujas, probó. Mismo resultado.

Llegó a la dolorosa conclusión de que no existía un medicamento eficaz. Estaba solo, solo contra ellas. La teoría siempre es fácil. Pensar en ellas, en su absurda redondez le provocaban ganas de vomitar.

No había otra solución, acumulaba más de cinco meses de retraso y su editor le amenazó con rescindir el contrato y, necesitaba el dinero.

Se sentó frente al ordenador. Comenzó a escribir.

La mañana se deslizaba lenta, triste, perezosa.

Ahí estaba, torturándolo. Destrozó el ordenador contra el suelo. Cogió el revolver y se pegó un tiro. La sangre asomaba por un agujero similar a una o.

68. Fobias (Anna López)

Tengo que confesar que estudié psicología por mi familia. Quería curarlos. A todos. Y es que mi familia sufre uno de los trastornos más incapacitantes que existen: las fobias.

Como tengo una familia extensa, nunca me faltó material de estudio y en cuanto aprendí cuatro cosas sobre terapia conductual las apliqué sin miramientos entre mis hermanos y  primos.

Los ejercicios de exposición controlada me dieron buen resultado con las aversiones más clásicas: arañas, ascensores,… La fobia al contacto social de mi tía Elvira requirió de un análisis cognitivo profundo y una pequeña dosis de ansiolíticos. Pero ahora lleva una vida casi normal y hasta se ha echado un novio agorafóbico.

Pero con mi padre no he obtenido ningún resultado. Sus fobias están muy enraizadas; tal vez por la edad o porque no confía en la psicología (aunque el terapeuta sea su hijo), pero lo cierto es que solo he cosechado un fracaso tras otro. Por este motivo, y aunque está totalmente desaconsejada en estos casos, he decidido aplicar una terapia de choque: esta noche he invitado a cenar a mi novio.

Sí, ya sé que es una locura: Rashid encarna todo lo que mi padre odia… O teme.

67. Torrefacto

El descanso es a las diez, te sudan las manos, y las excusas se agotan. Respiras despacio, por un rato cambiarás los complejos y perfectos algoritmos de tu ordenador por un cortado, simple y descafeinado. Aumentas la dosis de azúcar.

“Maldito periodo de adaptación de los críos, ¿cuándo se acabará?”  escupirías un “nunca” pero te callas. De los últimos coletazos de fiestas y juergas juveniles “¿alguna vez se centran?” remueves tu bebida mientras las espumitas de leche naufragan en el remolino oscuro que va in crescendo aunque tú procuras que el palito, mástil en la tormenta, permanezca vertical.

Te lo tragas todo, junto con las voces de tus compañeros, la megafonía y el hilo musical, y sientes que aumenta el torrente y baja hasta quemarte las tripas. Aprietas los dientes para no vomitar, recuerdas que lo que no mata, engorda y lo que no engorda no sabe a nada. Que vivir es tragar: café, leche, azúcar.

Y estrujas el vasito, lo lanzas al cubo de reciclaje, ves su pegatina “dame otra vida”. Ojalá, piensas, y que llueva café.

66. El juego de la oca

Hoy, como cada mañana, se han despedido en la parada del autobús. La ha visto caminar por el pasillo hasta encontrar su asiento junto a la ventana. Ha agitado su manita mirándola. Adiós, mamá, adiós. Luego la madre ha regresado a la casilla de salida. Por voluntad propia. No como su hija, que ayer cayó en la calavera. Jo, mamá, qué mala suerte. Ella piensa en otras formas del mal fario: que el vehículo se despeñe, que las alarmas no suenen a tiempo o que el transporte escolar sea alcanzado por un proyectil. Cosas que pasan en otros lugares, zanja tratando de aplacar sus miedos. Prepara la merienda. Remueve decidida una infusión de hierbas mágicas a la que ha añadido leche para que el color y el sabor le resulten familiares a su pequeña. Finalmente se deshace del tablero con las fichas.

65. Ojo de lagarto

El sol, persistente, sacaba brillos esmeraldas a la piel del Gran Lagarto. Recostado sobre una roca, con el cuerpo inmóvil, uno de sus ojos giraba. La enfocaba durante un instante y en los siguientes la olvidaba.

Ella, sentada enfrente, las manos sobre la falda, seguía el movimiento de aquella pupila y la órbita que describía.

El momento en el que la mirada de él se encontraba con la suya la vida se teñía de paraíso, toda la felicidad imaginable concentrada en el pecho.

Placer pasajero, enseguida comenzaba el temor a espantarlo. Su tremendo anhelo, piedra fatal, lo ahuyentaría.

Se iniciaba en ella una contención que se desbordaba. No pasa nada, tranquila. Sí que pasaba.

Su cuerpo rígido expresaba la tensión que quería ocultar. Su ansia al descubierto.

Un parpadeo del lagarto complicaba aún más la situación. Ya está, se iría, se apartaría de ella. Adiós órbita, adiós caricia. Agonía.

Lo prioritario era huir, evitar el desastre ya en curso. Quizás no todo estuviera perdido. Quizás la próxima vez… Ahora, ponerse en pie, apresurarse, correr. Desaparecer.

64. Los descendientes o Pequeño Tratado sobre tecnofobia (fuera de concurso)

Sucedió a la vez en distintos puntos del planeta. Era como si en nuestro interior, en una conciencia común, hubiéramos comprendido todo de golpe. Comenzamos desinstalándonos redes sociales, cancelando webs, blogs… hasta que volvimos al papel escrito. ¡Ja, era maravilloso ver cómo las IA iban muriéndose de hambre!

Pero entonces surgieron ellos, los sicarios. Un grupo de hombres traidores que entraban en librerías, bibliotecas, hasta en las casas, y digitalizaban nuestros conocimientos, nuestras ficciones, nuestra propia Historia… para después quemarlo todo. Se instaló así (de nuevo) el miedo entre nosotros, y fue diluyéndose aquella pequeña gran revolución que tanto bien nos había hecho: la Revolución del Papel.

Por fortuna aún quedamos unos pocos. Nosotros, los que nacimos con tara. Con esta incapacidad tan nuestra, tan auténtica. Este rechazo innato a cualquier dispositivo electrónico.

No somos muchos, pero estamos unidos. De día fingimos ser personas normales, digitales, pero al atardecer nos echamos al monte, declamamos ficciones a la luna, escribimos relatos cobijados en la espesura del bosque y, cuando sentimos algún ruido, escondemos nuestros cuadernos en una cueva secreta, para después, con disimulo, cabizbajos, regresar a nuestra rutina.

Y, por alguna razón que no atinamos a recordar, a nuestra cueva la hemos llamado: EstaNocheTeCuento.

 

63. Desirée (Juana María Igarreta)

Teresa nace con el don de la belleza y la condición de la pobreza. Apenas cumplidos los dieciocho, decide valerse de lo primero para corregir lo segundo.

Ahorrándose las despedidas y con la maleta llena de determinación abandona su recóndito pueblo y se dirige a una gran urbe.

Mientras encadena trabajos precarios, consulta al oráculo de la IA y tunea su cuerpo de acuerdo a las últimas tendencias. Consigue en un tiempo récord manejar las herramientas necesarias para alcanzar su objetivo: ser una megainfluencer de moda. Para ello se esconde bajo el nombre de Desirée. Su seductora imagen no tarda en hacerse viral, levantando pasiones en empresas y particulares.

Firma un contrato millonario con una marca puntera de cosméticos que mantiene durante años. Hasta que aquejada de gerascofobia comienza a someterse a continuos estiramientos de piel.

Esclava de su apariencia y alimentándose básicamente de likes, enferma gravemente.

Una mañana la empleada doméstica encuentra el cuerpo sin vida de Desirée con una foto de una jovencísima Teresa en la mano.

El holograma de la influencer siguió en las pantallas anunciando productos de la marca de cosméticos  hasta que la empresa cerró.

62. EL GATO Y EL PEPINO

 

Malas noticias:

«Un gato enorme se ha acostumbrado a dormir en el felpudo, es del vecino de enfrente».

A punto estuve de perder el anticipo del alquiler y volverme a casa sin bajar siquiera las maletas, confié en mi familia y en su protección; me instalé.

Según Internet a los gatos les asustan los pepinos, así que mi primer plan del verano fue comprar uno y colocarlo en la alfombrilla, me sentí algo ridícula, pero soy de las que miran el horóscopo todos los días…

Durante los primeros días el lindo gatito parecía hibernar, se mantenía alejado de mi puerta. ¡El cucumis sativus era efectivo!

Al final de las vacaciones, el pepino se había convertido en su juguete, había despertado de su letargo y se despidió de mí de pie y desafiante; fue tal mi ataque de histeria que casi me atropellan en la huida.

Definitivamente necesito ir a terapia.

61. EL UMBRAL DEL NO CUERPO

No sé si fue mi culpa. No soy supersticiosa, prefiero hablar de casualidad, otra cosa sería una locura, me digo luchando contra mi mala conciencia atrapada en mi cabeza.

Sin embargo, lo cierto es que yo pedí el deseo y luego, todo el mundo sabe lo que ocurrió luego.

Fue un acto reflejo.  Ocurre que nadie puede tocarme. Padezco desde niña un miedo absurdo al contacto humano del que ningún psiquiatra me ha sabido hasta ahora curar. Afenfosfobia, llaman con cierta cautela a mi trastorno. Algo aterrador, os lo aseguro. Cada vez que alguien se aproxima con intención de saludarme: una palmada en la espalda, un apretón de manos, un abrazo inesperado o, dios no lo quiera, la intención de besarme, aunque sea en la mejilla antes incluso de llegar a rozarme, mi cuerpo colapsa, las pulsaciones se disparan, el aire no alcanza los pulmones, un grito mudo anuda mi garganta y, tras unos segundos de pánico, caigo al suelo desmayada.

Por eso aquella noche, como tantas otras, recé a la estrella lo imposible, todos siempre a dos metros de distancia, lejos, bien lejos de mí, prohibido cualquier acercamiento

Y entonces, ¿Quién iba a imaginar que esa vez daría resultado?

60. No podré

Siento una presión terrible en el pecho. El corazón me late deprisa. Apenas puedo respirar, no voy a lograrlo. Noto que transpiro. La chaqueta cubrirá esos rodales. Las sienes se me coronan con perlas de sudor. Mis piernas tiemblan como hojas a merced del viento. He de tranquilizarme, mi vida está en juego. Oigo murmullos, ¡qué horror!… Cierro los ojos, quiero correr, quiero huir de aquí. ¡Vete! Me grita mi cerebro una y otra vez. No puedo hacerle caso, tengo que vencer este pánico que me tortura…

Por fin se van acallando y se impone el silencio, como de cementerio, ¿será mi entierro? Busco aferrarme a algo. Cierro las  manos sobre la suave madera que tengo delante, es un escudo. Mejor sería escapar a un sótano oscuro y profundo con puerta de hierro. Abro los ojos, esa luz cegadora me impide ver. Noto que hay mucha gente, mirándome, ojos escrutadores, analizando cada uno de mis movimientos, acechándome, están esperando para abalanzarse sobre mí. Estoy tenso. Voy a colapsar y caeré al suelo, inconsciente. Menudo espectáculo, ¡qué espanto! Tengo que hacerlo, he de comenzar…

Tump, tump…

Estimados y estimadas colegas doctores en Psicología, la glosofobia puede llegar a ser altamente incapacitante…

59. ME HACES FALTA

El académico no podía soportar las faltas de ortografía.
Lo corregía todo: los carteles de la frutería, los menús de los bares, incluso las notas que colgaban de los tablones de anuncio en los que se ofrecen pisos en alquiler.
Las comas mal puestas eran puñaladas traperas al idioma. Y las tildes ausentes, una traición imperdonable.
A sus alumnos les imponía terror. Cada falta bajaba automáticamente dos puntos la nota. Argumentaba que la lengua era un edificio frágil, y que una hache mal colocada podía resquebrajar sus cimientos. Él se erigía como su guardián y centinela incorruptible.
Al menos, eso era lo que mostraba al mundo.
Pero todos tenemos una cara “B”.
Nuestro protagonista, al acabar la jornada laboral, se quitaba la americana, se arremangaba la camisa y desconectaba en algún club privado.
Allí, lo que más le excitaba no era el whisky ni la penumbra del reservado.
Era que le susurraran al oído, muy despacio:
— Dentrifico…
— Cocreta…
— Retonda…
Y entonces, por fin, se permitía una falta.
La más humana de todas.

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