Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

LO INCORRECTO

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en LO INCORRECTO

Bienvenid@s a ENTC 2025 Comenzamos nuestro 15º AÑO de concurso. Este año hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores, y el cuarto será LO INCORRECTO. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 de JUNIO

Relatos

104. «In memoriam» (R. L. Expósito)

Cuando llega el buen tiempo, acomodo a mi madre en silla de ruedas bajo la buganvilla del patio. Mientras vegeta, voy haciendo la colada en un barreño con jabón Lagarto y agua del pozo, para que huela a limpieza de antaño, pues a veces logra que mamá despierte de su sopor.
Si me encuentra tendiendo la ropa se endereza en su asiento, ríe, se tapa los ojos y cuenta diez, así que me escondo tras una sábana cualquiera. Sé que ve mi sombra al trasluz, pero disimula hasta que finjo una risa nerviosa y entonces grita entusiasmada: «¡Te pillé!».
Luego desfallece y acudo volando, aterrizo a sus pies, le tomo una mano. Tiene el pulso débil, aunque estable, y juntos recobramos el aliento. Ella sin embargo frunce el ceño, desconoce. Su memoria pisa arenas movedizas y, antes de que se hunda en el olvido, señalo el tendedero. Y sonríe, intenta revolverme el pelo con ternura porque sigo siendo su angelito travieso… pero se agota, y con una carantoña bendigo su letargo. Después apoyo mi cabeza en su regazo: imagino que sueña enredada en su último recuerdo, igual que yo me aferro al primero de mi niñez.

103. Vivos recuerdos (Rosy Val)

Tanto tiempo deseándolo y hoy por fin te llevan a casa. No disimulas el descontento al ver tu patio, frío como los cristales que ahora lo encierran, sin claveles ni macetas, sin tendedero ni pequeños escondiéndose entre sábanas al sol. Ya no hay ristras de ajos en la cocina y arrumbada en la alacena la vajilla azul que él te regaló. 

La usanza conduce tus pasos hasta tu cuarto. Echas de menos los visillos de ganchillo tunecino y la dama de noche encaramándose por tu ventana. Otra colcha cubre tu cama y sobre la mesilla no estáis los dos. Del armario falta la caja de flores con el vestido, el velo y los zapatos blancos, también su sombrero, su pipa y la cachaba que prometieron custodiar. Repentinamente ella, con su eterna y dolosa sonrisa, señora de la voluntad de tu hijo, irrumpe en la habitación. Echa la llave al armario y un ojo dentro de tu bolso. Te devuelven al sitio donde vives desde hace tres años, cinco meses, un día y una veintena de palabras… 

«Mamá, sin papá te sobra casa. Como ya no te acuerdas de las cosas ni de nada aquí estarás mejor cuidada».

102. Huérfanos (Sara Lew)

Mario se hace chiquitito, ínfimo, invisible. Sin embargo, nada cubre sus vergüenzas. Ni siquiera las sábanas ya limpias y tendidas al sol tras las cuales se esconde. Pepín ha salido corriendo a contárselo a los demás niños y ahora la nana Josefa lo busca por el patio al grito de: “¡Son cosas que pasan!” con ese tono condescendiente y chillón que tanto lo exaspera.

Le gustaría poder decir la verdad, pero las normas de la Institución son muy claras: “No se aceptan perros”. El día en que descubrieron al cachorrillo que Adela ocultaba debajo de la cama lo lleva como otra de las muchas cicatrices que le surcan el alma. Por eso le ha enseñado a Duque a acurrucarse entre sus pies bajo la colcha cuando vienen por la noche a apagar la luz; a no ladrar nunca; a traspasar sigilosamente durante el día cada puerta abierta hasta llegar al jardín y quedarse allí a esperar las sobras de comida que le llevará cuando pueda; a restregarse sobre las flores antes de volver al dormitorio para que, al abrazarlo en sueños, pueda sentir ese olor a madreselvas que le recuerda a su madre.

101. En blanco

Durante la estación de los suicidas la ropa de cama se lava más a menudo. Se hace sobre todo por solidaridad, y además se utiliza agua bendita, para estar preparados, porque a ellos su decisión siempre los empuja a buscar la salida más fácil. Una ventana. Un balcón. Una azotea. Y son los vecinos quienes cogen las sábanas tendidas y las arrojan a la calle para cubrir sus cuerpos, mientras se espera la llegada de la ambulancia y el fin de sus convulsiones.

Hay días, incluso, en los que el ritmo de los suicidas es ensordecedor, en los que las mortajas improvisadas a comienzos de la estación van oscureciendo el cielo con su tristeza, y caen como una lluvia desordenada, casi a cámara lenta, flotando en el aire igual que medusas gigantes hinchadas. Y si las ambulancias tardan en llegar, desbordadas por otros saltos al vacío, es el último destello blanco que los envuelve con su bendición el que consigue apagar la sombra de su pecado.

100. El discípulo (Vicente Fernández Almazán)

Un día mamá encontró un brazo de mujer bajo la cama; era un brazo tatuado con medio corazón. Mi padre era mago y sabía hacer trucos con risas picaronas que convencían al público femenino para dejarse serrar así como así. Mi madre era su sufrida ayudante. El caso es que papá no supo qué responder cuando mamá le tiró el apéndice a la cabeza. Yo acerté a esconderme detrás del sofá, asustado, justo a tiempo para ver cómo mamá le arrojaba una sábana por encima al grito de vualá, ¡y mi padre desapareció! Aquello me pilló tan de sorpresa que empecé a aplaudir, justo hasta que mi madre me gritó que me largara al patio. Al rato llegó ella, a tender la sábana tan nívea como hechicera. Con gesto formal me dijo que ya tenía edad para bañarme solo y luego de quedarse un rato mirando el tendedero, me dio un beso. Olía a ternura y lejía. Cuando se fue, miré la tela ondulante desde donde papá me guiñaba un ojo en un pliegue: —Hijo mío —me dijo—, sigue practicando y no te preocupes que no le voy a contar nada a mamá.

99. Mamá 24×7

Tengo una trona en la cocina pero es aspiracional. Lo mismo que mi cama de 1,80 o esa mascarilla hidratante relax que guardo en el baño desde hace meses.

Por fin se escucha silencio, mínimamente roto por tres respiraciones profundas entre mis brazos y mi espalda torcida. Esta noche estaban muy pesados. Lola me ha puesto perdida con el puré y los otros dos venga a reírle las gracias. Cada vez gritaban más fuerte… y no he podido más. Les he pegado un buen grito (varios, es verdad) y se han puesto a llorar… He tenido que respirar muy hondo (mucho) para juntar fuerzas; para abrazarles y secar sus lágrimas… Ahora estamos juntos en mi cama; los cuatro y paz.

Creo que voy a regalar la trona.

Y me prometo que el día que consiga dormir sola me pondré la mascarilla y dormiré muy estirada, estrenando sábanas recién planchadas.

Muevo el codo de Lola que se me clava en las costillas. Me gusta sentir el calor de sus cuerpecitos junto al mío y acompasar mi respiración con las suyas. ¿Cuándo caducará la mascarilla?

Ya mañana, que será otro día.

98. Del amor en los tiempos del olvido.

La Sra. Enriqueta aprovecha los días de colada para convencer al Sr. Matías. Salen al jardín, ella va más avanzada, él, cojera a cuestas, la sigue resoplando. Hace  un día estival espectacular, como aquel.  El dedo de la reprimenda de ella muestra una avanzada artritis, su voz, sin embargo, parece no envejecer tras la sábana blanca. A la Sra. Enriqueta le gusta repetir aquella escena de verano, aquella colada impoluta, aquel niño de cinco años y sus travesuras. Acabada la función, coge de la mano al Sr. Matías y vuelven al interior: “corre hijo, tienes la merienda encima de la mesa, pan y chocolate, como a ti te gusta, pero ni se te ocurra volver a acércate a mi colada”. Y yo le sigo la corriente, y le guiño un ojo al Sr. Matías cuando pasan por mi lado, mientras paseo a la Sra. Antonia en su silla de ruedas. Ya les he dejado preparada la merienda en el salón pequeño, para que tengan intimidad. Cuando ingresaron no entendí que él también se quedara, su respuesta fue que le había prometido que envejecerían juntos y que él es un hombre de palabra.

97. «Es mi juego favorito, mamá»

Federico siempre elegía cuidadosamente los días en que su mamá lavaba la ropa de cama para corretear, más que nunca, entre las sábanas primero mojadas, con olor a agua y jabón, y más tarde secas, con olor a jabón y a viento.

Era su juego favorito.

Francisca elegía cuidadosamente los días de la colada, cálidos y soleados pues no soportaba el olor a humedad rancia que se quedaba en la ropa cuando tardaba mucho tiempo en secarse.

Sin embargo, no conseguía separar a su pequeño de las cuerdas hasta que recogía todo lo tendido.

Parecía no importarle las riñas, incluso los azotes, cuando ella estaba excesivamente cansada y su paciencia ya había llegado al límite. No había una sola vez en que pudiera evitar esa manera que tenía de entretenerse.

Lo que para él era un auténtico placer, para ella se convertía en un gran fastidio.

¿Acaso a este chiquillo no le importa que me enfade y le castigue?, se preguntaba sin darse cuenta de que, como los fantasmas, su hijo necesitaba una sábana para que ella le viera.

96. Transición

La tarde en que murió Chanquete la congoja se alojó en mi pecho con la misma fuerza con que las garrapatas se aferraban al hocico de Rantanplan cuando paseábamos con el rebaño de Paco el Rojo.
Mi madre me prohibió llorar. Los hombres no lloran, me dijo con aquella voz hueca en la que quizá nunca se alojó la ternura.
Mis hermanas, por su parte, gimoteaban con sus frentes despejadas en una cola de caballo bien tirante y el beneplácito del resto de plañideras que se congregaron en casa.
A la mañana siguiente mamá nos vistió de domingo siendo lunes y acudimos a su entierro.
En la ceremonia, impertérrito, me pregunte por qué mis veranos no eran azules; por qué a mi padre, que siempre fue un hombre de tierra adentro, le apodaban Chanquete y por qué todos coreaban aquel «no nos moverán» en bajito.

95. INFANCIAS (M.Carme Marí)

El pequeño Joshua incluso anhelaba que la señora Muttery le regañara tras las sábanas tendidas. Esos segundos los disfrutaba al pensar que nadie lo distinguía, sabía que allí era igual a los demás. No ocurría así en la escuela del pueblo, donde siempre ocupaba la última mesa, apartada en el rincón (y su madre aún podía dar gracias por ello).

Seguro que observaban la escena desde el extremo del patio y estarían viendo su silueta, intentando adivinar a quién reñía la mujer del doctor esa vez. En el autobús escolar, en cambio, no había dudas: él era quien se quedaba de pie junto a la puerta trasera.

Un día la reprimenda de Muttery, junto a los habituales reproches, le quiso mostrar que sus juegos entre la ropa secándose al sol también le costaban dinero:

-…¡Tendré que volver a frotarlo todo! ¡Y además gastaré más lejía para blanquear los tejidos!…

Una idea fue tomando forma en su cabeza. Ya ha ejecutado parte del plan. Hoy lo finalizará. Al volver de las clases, Joshua se sumergirá en el enorme barreño de hacer la colada llenándolo hasta arriba con las botellas de lejía que ha ido apartando las últimas semanas.

94. El último pensamiento del sargento Juan Soler

Noviembre. 1938. Observen a ese sargento que está a punto de ser ajusticiado contra un muro.  Con esa dignidad propia de los vencidos, mantiene la mirada fija en el muchacho que va a dispararle. Deja su mente en blanco. En sus ojos, bajo el recuerdo de todos los hombres que mató en la última batalla cuando aún no sabía que sería la última, encuentra una imagen de su infancia: su madre, cantando en la era mientras tiende la colada.

Giren ahora la vista ciento ochenta grados. El que apunta es un soldado raso de apenas diecisiete años. Fíjense en el temblor anárquico de su mano derecha y en cómo escudriña los ojos del ajusticiado. Ya saben lo que está viendo. Lo que no saben es que el muchacho reconoce en la madre del sargento a la suya propia. La naturaleza siempre, inexorablemente, acaba encontrando nuestro punto más débil. Es por eso que solo cuando esquiva la mirada del hombre, consigue apretar el gatillo.

Luego se acerca al muerto. Con la misma mano derecha, le cierra los ojos. Aunque sabe que ya nunca dejará de ver esa era. Ese vaivén cadencioso de las sábanas. Nunca dejará de ver a esa madre.

93. DEMASIADO TARDE

Te gustaba lavar la ropa a mano. Hoy he atascado el tambor de la lavadora intencionadamente, con la esperanza de que regreses a la tierra que de ti heredé, a la casa con sombras que solo pueden refrescarse con el perfume intenso de la colada. Pero la terquedad del sol seca con rapidez los buenos recuerdos y solo me trae los de tus riñas para que no me comiese el jabón y de cuando, desoyendo tus palabras ,con 18 años, pasé de las pastillas de lavanda a otras, que terminaron por mezclar el aroma limpio de tu amor y paciencia ,con el ácido de tus lágrimas ,hasta que debilitada y triste, dejaste de lavar mi ropa y mis tormentas para siempre.

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