Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

88. Tregua de Cronos (Vicente Fernández Almazán)

Para cuando hayas notado los primeros cinco minutos de tic-tac, ya sabrás balbucear «mamá» y, a y cuarto, te besarán en el cine. Tú, corre. Cásate si quieres, pero sin discutir ni el peinado que vas a llevar; aunque más vale que lo hagas antes de que sean y veinticinco, cuando uno de los dos pida el divorcio. Sigue progresando. Recuerda que, a menos cuarto, cuando las tardes enarbolen sus largos faldones, acabarás en una residencia de ancianos, y antes de que falten dos minutos, llegará él (tan puntual) y te susurrará: «¡Feliz no-cumpleaños!». Y se acabó. Serás como un «replicante» ansiando resetearse. Fin. Él es así; un perfecto usurero. Nunca dejará de voltear sus dos bracitos disimétricos como ganchos de carnicería. Sólo podrás soñar con ser Superman, dando marcha atrás a la arena que cae. ¿Qué si no? Amar, tomar el sol, comer con cubiertos… ¿qué importa ese sinsentido? Quizá no valga el avance (piensas), o quizás sí. Lo que desde luego no merece la pena es preguntarse, una vez al año, de qué sirve escamotearle una hora en el cambio de horario invernal, si siempre va a ganar él. ¿Es una tregua, o un chiste?

87. Asesinato Exprés

Cerró los ojos y la locomotora escupió violentamente su último suspiro. Una nube de vapor se precipitó en el aire, un grito en el horizonte… y volvió la calma, el orden, el ritmo. La sombra de la catenaria quiso saltar a la comba en la cuneta. El convoy comenzó a cantar:

«A ver, mamá:

con cuántos añitos me voy a casar,

con uno, con dos, con tres…»

Había subido al tren espléndida y petulante como un pétalo en primavera.

«…Con cuatro, con cinco, con seis…»

Una estación más tarde ya se había convertido en una insoportable tormenta de verano. Los vagones siguieron saltando.

«…Con siete, con ocho…»

No tenía necesidad de alterar el apacible otoño de su vida ni escuchar promesas imposibles para terminar luego en un inevitable invierno de soledad, de frío y de cansancio. Por eso tuvo que matarla. El traqueteo acompasaba los espasmos del ferrocarril:

«…Con nueve, con diez…»

Con once vasos de bourbon, con el tren en marcha… con frialdad… con luna llena… con un punzante carámbano de hielo que rebosaba en su paciencia. Tuvo que matarla sin piedad… sin amor… sin querer…

Porque no podía querer.

86. Los estados de la nada

La nube de aerosol no hace enrojecer los ojos, no daña la capa de ozono, carece de propiedades que aumenten la resistencia del peinado frente a un vendaval; no contamina las conversaciones de la peluquería, ni la mirada perdida de una clienta. Desconoce el gesto que levanta su barbilla con el índice, no escucha el «mira qué guapa estás». La nube no existe todavía. No podría ser olvido si se lo propusiera, ni la idea que ahora mismo está formándose en el fondo de un vaso de vodka. Sigue en el bote, a un toque de boquilla, a un chsssssstt de expandirse, como un discurso aprendido que aún serpentea en los pulmones. Inútil. Trescientos gramos de fijador pausado mientras, en la calle, el viento sopla con fuerza y dibuja remolinos moteados. Se cree una canica construida de hojas y polvo, aunque no lo sea. Tampoco caminará trastabillado y con las manos en los bolsillos y destruirá, a su paso, reflejos de farola en los charcos. Le resultaría imposible agarrar la manecilla de la puerta de la peluquería y tratar de girarla para finalmente abrirse paso de una patada; hacer que todas las mujeres se vuelvan de golpe. Todas menos una.

85. Falda de tubo

De lunes a viernes, el infierno. Llego tan agotada que la mayoría de las veces me voy a la cama a tripa hueca, y las otras, un yogur mientras meo antes de acostarme.

Los sábados tengo la primera hora en la peluquería. Les doy la última fotografía de mi madre y ya saben que hacer. Cierro los ojos, espero a que acaben y la veo mientras me miro.

Cuando llego, él está siempre en el banco bajo la acacia. Se ilumina, sin ningún atisbo de sorpresa por mi juventud, nada más verme.

Nos abrazamos y le beso en la boca para después limpiarle el carmín tras mojarme el índice en la lengua como hacía ella. Luego, entre mimos y carantoñas, pasamos la jornada hablando de sus historias juntos.

A la despedida, suele ser cuando pregunta por qué no he ido yo también. Y ahí, es cuando le cojo de un moflete y le digo con sorna que parece que esté perdiendo la memoria, que ya le he dicho muchas veces que la niña va muy atareada y solo puede los domingos.

Cuando me alejo, percibo complacida como me mira, le mira, el culo. Para eso me la pongo.

84. Desiguales

Hace tiempo que nos convertimos en unidades útiles para producir eficientemente. Y así ganamos dinero. También somos consumidores. Y así gastamos nuestro dinero. Consumimos lo que producimos y lo disfrutamos. Vivimos con proporción.

También hemos aprendido cómo hablar. No discutimos, sabemos qué es lo correcto y qué no lo es, nunca pasamos la vergüenza de decir algo que mueva a controversia.

Comemos lo mismo, estamos sanos. Vestimos uniforme, somos elegantes.

Somos iguales y eso es justo.

Solo nos faltaba vernos en los otros, hermanados como millones de gemelos. El pulverizador ha sido la solución. No es más que un ratito, sin bisturís. Te rocían el rostro y notas que las facciones se ablandan. Luego, con calma, esperas unos minutos bajo la mantilla protectora y ya está. Ahora somos todos igualmente bellos también por fuera. Y sin embargo hay quien se cubre la cara cuando comienza el cambio. Se tapan con la manos y, por eso, se ablandan algunas partes y otras no. Acaban feos, más feos que antes. Y así no pueden quedarse.

Dicen que en las villas de los distintos no se vive mal. Pobrecillos. Es justo también que nos preocupemos de ellos.

83. Bonnie & Claire

Bonnie siempre dispara a matar. Por eso cuando la veo acercarse, cierro los ojos y me dejo llevar. Si empuña el mando de la tele, sé que veremos una de John Huston en versión original. Si me provoca con su exagerado contoneo, si se relame descarada, si me apunta con su índice hasta que llega a mi lado y me rodea con sus brazos, sé que acabaremos en la cama, que nos lameremos como gatas sedientas de leche tibia, que nuestras sábanas acabarán convertidas en un mar azotado por la tormenta. Si me amenaza con el aerosol de laca, sé que nos arreglaremos el peinado, que nos pondremos nuestros vestidos más provocadores, que rescataremos del tocador las pinturas de guerra y los zapatos de tacón del fondo del armario. Sé que volveremos a salir de cacería. Nunca nos ha costado atraer presas hasta nuestra ratonera; tenemos el cebo perfecto para seducirles. Son como niños, si les enseñas un dulce piensan que podrán comérselo gratis. Cuando Bonnie me ve flaquear, su mirada de pantera me recuerda cuanto daño nos han hecho. Entonces pongo música y, mientras las notas del Put the blame on Mame amortiguan el tiroteo, cierro los ojos.

82. Un acabado perfecto (Juana Mª Igarreta)

Laura recuerda el día que Olga le confesó, con su carita de niña buena, que estaba dispuesta a casarse con Mario. Como si nada. Como si de pronto se hubiera olvidado de todo.
No entiende porqué para un día tan especial, en lugar de acudir a un salón de prestigio, Olga ha elegido su humilde peluquería de barrio. Eso sí, es algo que debe permanecer en secreto entre ambas. No lo sabe ni Mario. Como en los viejos tiempos. Pero algunos secretos pueden tener insospechadas consecuencias.
La ha citado muy pronto. Conseguir un acabado perfecto, conlleva un trabajo muy minucioso.

Apenas quedan diez minutos para las doce. Laura, luciendo un sugestivo traje rojo, llega al atrio de la iglesia. Con paso decidido se cuela en el enjambre de invitados, sumándose al protocolo de saludos y cumplidos.
Cuando la exultante cara de Mario se tense presa de impaciencia y desconcierto, Laura se acercará a él y, con un estudiado ritual de gestos cálidos y palabras calmantes, tratará de apaciguarlo. Como si nada. Como si de pronto se hubiera olvidado de todo.

81. BODA A CIEGAS

Confía en mí, he peinado a muchas novias y estoy acostumbrada a estos nervios de última hora. Es normal, ya verás como cuando llegue el momento se te pasan. Cierra los ojos y piensa que estás cumpliendo la voluntad de tus padres.

Cuando termine de arreglarte parecerás una mujer y le gustarás en cuanto te conozca. Esta noche recuerda que es mejor no enfurecerle y dejarte hacer desde el principio.

Y, si no sale bien, siempre puedes volver mañana. Ni te imaginas lo que es capaz de ocultar un buen maquillaje en la cara de una niña asustada.

 

 

80. Madeja

Si no me atendiera con ella, se ofendería. Por eso intento ir cuando hay muchas clientas. Porque si estamos solas, termino convirtiéndome en su paño de lágrimas. Justo yo.

Que estoy segura, Charo, tiene otra, dice mientras me echa el champú. Que se lo digo y lo niega una y otra vez, pero a mí no me engaña, repite mientras me da las mechas y envuelve porciones de mi cabello con papel de plata.

Veinte minutos hay que esperar, dice. Veinte minutos y te lavo, ya verás qué bien te queda. Y yo tiemblo. Me esperan veinte minutos durante los cuales procuraré no encontrar su mirada en el espejo, ojeando una revista ajada plagada de tonterías. Pero ella seguirá contándome los detalles que la llevan a sospechar.  Luego vendrá el corte, el alisado, y el toque de laca. Y yo seguiré intentando hacer que cambie de idea refutando cada uno de sus argumentos con excusas ridículas.

No puedo permitir que sus certeras sospechas se conviertan en realidades y que siga desenredando la madeja. Porque la otra punta del hilo, a pesar de ser su mejor amiga, a pesar de que no quisiera dejar de serlo, la sostengo yo.

79. La peluca

Tuvo la idea al contemplar los cientos de cuerpos desnudos y esparcidos por el campo de batalla. Despojados de sus uniformes por los «carroñeros», los cadáveres parecían lápidas en donde, en lugar de flores, se alzaban los matojos de pilosidad. El emperador dio la orden de depilarlos y, con los mejores ejemplares de pelo, recubrió su calva. Para el empolvado, el monarca se protegió el rostro con un cono picudo que lo hacía semejar un buitre. El peluquero pulverizó sobre el postizo una mezcla de harina de patata, polvo de arroz y antimonio para las ladillas. Al desvanecerse la nube de partículas blancas, el soberano admiró su crespa cabellera frente al espejo y acomodó uno de aquellos rebeldes rizos púbicos detrás de su oreja.

78. Doriana Gray

Por supuesto que ella tampoco lo sabe, así que declara a todo el mundo cómo admira la perfección de mi rostro sin error, y me pregunta con cierta envidia cómo lo logro. Para qué haría yo un pacto tan absurdo. Tenemos confianza y me pongo en sus manos, amiga antes que peluquera. Me invento una enfermedad que he consultado antes de venir en internet: catoptrofobia, terror a los espejos. Así que acepta que me tape la cara durante todo el ritual en el que revolotea sobre mi cabeza una lluvia de lacas, de tijeras, de papeles de aluminio y tintes. Pero empieza a hablar de su marido. Que si Pablo esto, que si lo otro. En un altar lo tiene, abnegado esposo y padre. Y siento entonces la tentación punzante de bajar las manos de una vez. De mostrarle al fin la verdad desnuda, mi rostro traidor y deforme en el espejo.

77. Amor fraterno (Manuel Menéndez)

La quería. Me da igual lo que digan. Amaba a Sara con toda mi alma. No solo era mi hermana mayor, también mi modelo, mi guía. Dicen que la envidiaba porque atesoraba todo lo que yo no tengo: belleza, inteligencia, equilibrio… Mienten. No lo entienden. Nadie quiere comprenderme.

Estaba admirándola mientras dormía, como tantas noches, cuando reparé en él. Era negro, siniestro. Estaba sobre su mandíbula. Una excrecencia maligna que emponzoñaba su piel. Pasé muchas noches en vela, vigilándolo. Me convertí, sin ella saberlo, en su guardiana. Una mañana, agotada, le confesé mi preocupación. Ella se limitó a reírse. Me llamó paranoica y dijo que solo era un pequeño lunar. Mentiras para protegerme, para no alterarme. La tónica de mi vida.

Aquella noche, el nódulo oscuro se movió. Fue casi imperceptible. Sutilmente avanzaba hacia los ojos de Sara. Al enfocarlo con la linterna abandonó todo disimulo. Abrió unos ojillos diabólicos y aumentó su velocidad. Desesperada, rocié el rostro de Sara con insecticida intentando acabar con el monstruo. Ella también notó al intruso, porque despertó gritando desesperadamente. No podía dejar que esa perversidad se alojara en su cerebro, no había otra salida, por eso apliqué la llama del encendedor al spray.

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