Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

LO INCORRECTO

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en LO INCORRECTO

Bienvenid@s a ENTC 2025 Comenzamos nuestro 15º AÑO de concurso. Este año hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores, y el cuarto será LO INCORRECTO. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 de JUNIO

Relatos

68. Vasos comunicantes (Luisa Hurtado)

Éramos felices, repetía sin parar mi madre a sus amigas mientras los ojos se le empezaban a llenar de lágrimas; no lo entiendo, no puedo, repetía incrédula.
¿Felices, mamá?, ¿estás segura de que lo éramos? Tú lo eras y mucho, lo sé, estabas tan llena de luz, tan deslumbrada, que el resto del mundo te resultaba invisible, que no podías comprender que no hubiera alguien que no lo quisiera, que lo llegase a odiar o a temer tanto como yo lo hacía.
Sin embargo, desde que nos abandonó, todas las sombras que he ido perdiendo yo son tuyas, junto con las lágrimas y los silencios; y asumo que, tampoco ahora, con lo triste e irascible que estás, llegarás a entender o saber la razón última por la que estoy tan contenta.

67. HECHIZADOS (Carmen Cano)

Te amenaza la bruja con sus garras y ya no eres más que un gusano. La casa huele a manzanas agrias tras las puertas cerradas. Por las noches oyes las risotadas del banquete y el entrechocar de las copas; después, los pasos vacilantes, los jadeos y los gruñidos. Te levantas temprano para espiarlos, pero solo alcanzas a ver sus rabos de cerdo encaminándose al establo.

Te has prometido no esperar a que asome el vello en tu rostro. Te has ido ejercitando en el arte de los bebedizos. Esta mañana no te arrastras ante ella. Levantas una pata, agitas las plumas y ensayas tu primer vuelo.

Si los dioses elevan vientos favorables, abandonarás la isla para siempre.

66. UNA DE MIEDO (Javier Puchades)

—Miguel, me ha llamado otra vez el señor Mariano, el dueño del cine de verano. Dice que no te aguanta más. Que está harto de devolver el dinero y que el público está dejando de ir. Que esta semana has interrumpido las proyecciones tres veces. El lunes, “Lo que el viento se llevó”, justo cuando la protagonista iba a decir eso de: “Juro que no volveré a pasar hambre…”. El miércoles te cargaste el final de “Casablanca”, que no vieron ni despegar el avión. Y ayer sábado, cuando comenzaba la escena de la ducha de “Psicosis”, los dejaste a todos mirando el verde de la pared del frontón.

—Mamá, pero si estaban tapándose los ojos en el momento que comenzó a escucharse la musiquita esa.

—Te he dicho mil veces que no necesitas cubrirte con ninguna sábana blanca para asustar a la gente desde que te atropelló el tren y lo único sano que pudimos recuperar de ti fue tu pierna derecha.

65. Las madres siempre tienen razón (Carlos Sánchez)

Art. 1º.- Las madres siempre tienen razón.

Art. 2º.- Porque lo digo yo y punto.

Art. 3º.- Una madre cocina el mejor cocido y las mejores croquetas.

“¡Cámbiate esa camiseta, por Dios, que huele a chotún! ¡Como te pase algo y te lleven a Valdecilla me vas a dejar en ridículo!”, sentenció mi madre una mañana de verano. Ni me cambié la camiseta ni ella era la bruja Lola, aquella que ponía velas negras a diestro y siniestro. Pero como si de un mal fario se tratase, ese día me rompí el cúbito, el radio y el escafoides. No fui a Valdecilla, me llevaron a la Residencia Cantabria, pero mi madre tuvo razón.

Ahora, pasados muchos años, tengo amigas que confiesan haber roto el juramento que hicieron a tierna edad de que jamás dirían a sus hijos lo que a ellas les decían sus madres. No sabían que no hay nada nuevo bajo el Sol.

Ese mismo Sol que desvela la sombra de una madre cuyo dedo acusador obliga a agachar la cabeza a un párvulo Vladimiro Putin. ¿O acaso creen que Miro no tuvo una madre del artículo  primero?

64 – Blanqueado (Patricia Collazo)

Quisieras colgarte de la soga entre sus dos camisas blancas. Esas que acabas de lavar con ahínco y que flamean brillantes al sol. Ya sabes cómo hacer para blanquearlas y que queden impecables, a su gusto. Muchas cosas has aprendido desde que has llegado al mundo de los adultos.

Quisieras colgarte con una pinza en la punta de cada pie,  dejar que los miedos, las preguntas y el dolor chorreen formando un charco sobre la tierra apisonada del patio de atrás. Estirar los brazos imitando una uve. Flotar.  Quisieras dejar que el aire te penetre, que circule ávido por tus vasos sanguíneos. Y te limpie.

Como cada noche, al terminar, has restregado tu cuerpo hasta no sentir la piel. Lo has sumergido en aceites y sales. En aromas y cremas.  Pero el olor no desaparece. Ni la quemazón. Ni las huellas.

No soportas los espejos. Tampoco la condescendencia con que las otras mujeres pronuncian tu nombre y te tocan el hombro.

Quisieras colgarte de la soga. Y algún día lo harás, te dices para intentar reunir fuerzas. En el patio de atrás. Entre sus dos camisas blancas.

63 – Aura

El aire roza mi piel y me balancea. Su calidez me seca. Extendida sobre la cuerda  que me sostiene y me iguala a otros compañeros de secado, divido el pequeño entorno natural que nos rodea.

En un lado, una madre reprime con el dedo y sus labios, algo que un niño ha hecho. Éste la mira obediente y en silencio. Sus sombras se dibujan en mi interior, recordando a las pantallas de cine al aire libre del verano. No entiendo lo que le dice, ni aquello que ha pasado pero los gestos arrugados de la madre y la cara asustada del niño pueden indicar que ha sido grave.

En mi otro lado,  un hogar de piedra y unos pasos acercándose. Un hombre corpulento e impregnado de heridas físicas y otras, que se intuyen, incurables. Como en las películas de verano, lleva una ametralladora en sus manos.

El viento es cálido y nos acuna con suavidad. Desearía que fuera más fuerte para arrancarme y poder avisarles pero no puedo…

Unas balas atraviesan mis entrañas e impactan sobre la cabeza del niño y el abdomen de la madre. Su sangre me mancha. Todo huele a pólvora y muerte.

Sólo el soldado sonríe.

62 – Ropa blanca

 

La Domi lleva en la cabeza una cesta enorme llena de sábanas y toallas. Los lunes viene a casa de mi abuela a recoger la ropa para lavarla. Yo me voy con ella y me agarro a su falda para no caerme bajando la pendiente que lleva al río.

En la orilla hay una losa inclinada donde ella, de rodillas, frota las sábanas. Si hace calor, me deja meterme en el agua y la ayudo a lavar. El fondo del río está suave y se escurre pero a mí me gusta.

Si se tienden las sábanas enjabonadas sobre las matas, ¡el sol las pone blancas! Es por el jabón que hace mi abuela en el patio. Cuando lo hago con ella me advierte de que tenga cuidado porque la sosa que ella mezcla con agua y aceite me puede quemar. Yo remuevo con cuidado hasta que cuaja.

Mientras la ropa se blanquea al sol, la Domi y yo comemos pan con chorizo y bebemos agua  de la fuente del Madroño que está muy cerca.

Mañana  viene mi padre a recogerme. Dice que tengo que ir al colegio para hacerme mayor. No sé cómo explicarle que yo no quiero ser mayor.

 

61 – SOMBRAS CHINESCAS

Mi vecina tendía la ropa al atardecer, cuando ese calor estival parecía detenerlo todo, hasta la virtud. Apenas colgaba la colada en el tendedero de afuera, el aire se llenaba de un tentador aroma a jabón, y la brisa, juguetona y pícara, empujaba la sábana contra ella y se ceñía a todo su cuerpo, dejando solamente sus piernas por debajo de esa pantalla. Librándose de aquel húmedo abrazo, solía desprenderse también de su propio vestido, que tendía en el alambre mientras ella misma se dejaba acariciar por la luz de la luna y de alguna farola que proyectaba su sombra sobre el lino del jardín. Entonces su figura en blanco y negro se cepillaba el cabello al aire, se untaba de crema perfumada y soñaba, bajo mi mirada clandestina, con cosas que la hacían suspirar. Al cabo de un rato, seguramente aliviada por el aire del jardín, entraba en casa sin siquiera cubrirse, pero antes comprobaba de reojo si en el visillo de aquella ventana del seminario mi agitada silueta seguía espiándola.

60 – ENCARNA LA BATANERA

Otro cumpleaños y aún prisionero, pensó mientras observaba sus fotos colgadas de un simulado y coqueto tendedero.
Le desagradaba aquella exhibición con la que su mujer quiso sorprenderle. Momentos privados, improntas, con un supuesto valor muy alejado de su realidad.
Se sintió mal al ver aquella fotografía que años atrás había quemado, desconocía que hubiera copias.
Acompañaba habitualmente al río a su abuela paterna, con la que vivía, ella torcía y retorcía sus sábanas hasta sacar de ellas un blanco luminoso, infinito, casi imposible.
Mientras escuchaba las historias fantásticas que le contaba, descubrió que el tacto de aquellos lienzos húmedos sobre sus piernas desnudas, producían en él sensaciones indefinibles y placenteras.
En el silencio de la siesta, desnudo y envuelto en el hilo blanquísimo, extraño y transformado, seducía, sin saberlo, su propia imagen frente al espejo, nervioso e impaciente.
Una tarde su éxtasis infantil se transformó en terror al escuchar de boca de su abuela que le cortaría los cojones si volvía a ensuciar sus sábanas.
María, su mujer, lo besó y le preguntó si era feliz, pero no lo era. Su felicidad se evaporó aquella tarde, como el agua en la ropa tendida.
La batanera aún lo vigilaba amenazante.

59 – LEALTAD ETERNA (Pilar Alejos)

Aquella mañana supe que había llegado el momento de separarnos. Comprendí que ya no volverías a buscarme para compartir secretos, ni nos abrazaríamos las terroríficas noches de tormenta porque nos asustaba la oscuridad. Nunca más seríamos cómplices en aquellas travesuras que tanto nos divertían; aquellas que enloquecían a toda la familia al no encontrar a los culpables, por lo que pasaban a formar parte de los misterios por descubrir. Cada recoveco de la casa nos servía de escondite y se convertía en nuestro territorio conquistado donde solo había lugar para los dos.

Contemplé la escena mientras luchaba por soltarme, intentando huir para protegerme de aquel sol radiante sin conseguirlo. Me sentí impotente al no poder librarte de la bruja de tu madre. Te había pillado “in fraganti” y amenazaba armada dedo en alto con castigarte si no confesabas. Sabía muy bien qué era lo que más temías: permanecer encerrado. ¡Lo que habría dado yo por evitarte esa humillación!

Soportaste el encierro durante todo el verano. No lo dudaste. Jamás me delataste ni reconociste que me buscabas para salvarme. No tuve escapatoria. Ella me había lavado sin saberlo, tendiéndome luego al sol entre todas aquellas sábanas blancas.

58 – Un sol oblicuo y rojo

  1. De niños no soñamos con nuestra infancia. Soñamos cuando ya es tarde. Escarabajos, piedras tersas y lagunas dormidas. Observar entre cortinas a la maestra y arriesgar a quedarte ciego. Primeros bailes: una mano aquí, la otra acá. Un, dos, tres… Besos tras el pajar, tras la iglesia, tras cada ráfaga de viento desheredado.
    Mamá fingía cada noche leer nuestro único libro mientras yo simulaba dormir. Papá era distante y duro como la eñe en el teclado de aquella vieja Hispano Olivetti. «La eñe», le llamábamos. Con su peluquín descolocado, flotando.
    Llevaba ya tiempo sin esconderse para beber.
    Acumulábamos oraciones masculladas sin fe y ausencias que nunca precisaron justificación entre tanto óxido. Ocho embarazos, cinco hijos, dos cruces ladeadas.
    Pero algunos días las lágrimas regresaban a los ojos y las ramas de los árboles tocaban sus raíces. Había flores blancas sobre la mesa vacía y la música de alguna radio cercana ocultaba los gemidos del bosque.
    Hoy sueño un sol oblicuo y rojo queriendo dejar su caricia azafrán, efímera, sobre cada partícula. «La eñe» dormitando sobre su butaca. Nuestros gestos lejanos, secretos entre sábanas mansas. A las ocho en la estación. Saldrá a y cuarto. Si yo no llego, sube tú.

 

57 – BRIGADA ANTIGARABATO (Alberto Moreno)

 – ¡Suelta el lápiz ahora mismo, chaval, y mantén las manos donde yo pueda verlas!

A pesar de la expresión aterrada del crío, a la teniente Maroto, disfrazada de tía Angustias para la ocasión, no le tiembla la voz. Sabe que el mundo perdería el equilibrio sin agentes especiales como ella. O sin las brigadas antimarionetas, antimímica, antitarareo… Partes vitales de un plan global que evita que a los niños les crezcan pájaros en la cabeza.

De repente, su móvil vibra estrepitosamente. Debe bajar rauda de la azotea y acudir, junto al resto de patrullas, a acorralar a lo que parece ser una nave espacial. Apostada tras su coche, el corazón le late estrepitosamente. Las armas se cargan, apuntan los tanques, rugen los helicópteros. Sin embargo, cuando la compuerta se abre, del artefacto tan solo emerge un simple muchacho. Un joven flacucho, con gorro, que emite soplidos con una especie de palo con agujeros. ¿No será…? No, no puede ser, debe ser eliminado, piensa Maroto. No, no puede ser, debe ser eliminado, piensan el resto de agentes.

Pero nadie dispara. A cambio, todos los pasos comienzan a encaminarse, alegres, bailones, en pos de aquello tan dulce, tan cautivador.

De aquello que creían extinguido.

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