Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
días
0
7
horas
1
8
minutos
0
0
Segundos
5
5
Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

95. “No conocían el mar”

Tomaron el último tren sin importarles el destino. La única condición era que el camino hacia la costa fuera accesible. Cuando no existe la posibilidad de una vida digna,  los impulsos dejan la lógica aparcada y saltan los resortes de lo imposible. No sacaron billete de vuelta, no llevaban equipaje, no conocían el mar. Sus prendas de abrigo y unos bocadillos envueltos en papel de plata. Prendas cogidas al azar del armario que cerraron junto con el resto de la casa que abandonaban. Un abandono forzado por las circunstancias. Sabían que su hijo les lloraría un tiempo; el equivalente al amor que les profesaba. Porque él nunca conocería la verdad de aquella huida. De saberlo, el llanto no lo abandonaría nunca.  La razón de sus vidas. Sin esfuerzo no se aprecia el valor del logro. Pero eso al banco le importaba poco. Tampoco a su hijo pareció importarle cuando les hizo firmar el aval para remontar su negocio.

Pocos minutos antes de llegar, brindaron con unos frasquitos. No conocían el mar. Y eso que siempre estuvo ahí, al alcance de sus pies, aunque nunca al de su tiempo. Sin tener dónde reposar sus cansados huesos, por fin, decidieron conocerlo.

94. Furtivo amor tardío (Juana Mª Igarreta)

Viajan con lo puesto. Cuando lleguen a su destino ya habrá oscurecido. Ante la incomprensión ajena, la discreción y el silencio son los mejores aliados.
Desde el otero escogido, quieren contemplar juntos el mar, sobre cuyas aguas el faro, cual cíclope afligido, derrama cada noche luminosas lágrimas. Escucharán al viento bramar sobre las olas que, furiosas, elevarán sus crestas como felinas garras.
Sobrecogidos ante tanta belleza y libres de ojos inquisidores, acercarán sus cuerpos. Descubrirán que las arrugas de sus labios no impiden la frescura de los besos; que sus manos de nudosos dedos son capaces de las más insospechadas caricias; que sus ojos, aunque hundidos bajo plisados párpados, quieren seguir abriéndose cada mañana, ávidos de mirarse y de admirarse.

En la residencia, los primeros rayos de sol darán parte de su ausencia.

93. EXTRAÑOS EN UN TREN

Cada día viajaban juntos pero apenas se conocían. Entre los dos se había establecido una complicidad serena, la camaradería  resignada de la gente que no espera nada de la vida, porque la vida nunca les dio motivos para hacerlo. El revisor del pelo blanco le sonreía cada mañana cuando subía al tren, y la mujer de la línea 7 le devolvía la sonrisa al entregarle el billete. A menudo la observaba cuando leía durante el viaje. La había visto pelear con Proust con obstinación de lectora aguerrida, conmoverse con la desdicha de Ana Karenina o indignarse con la injusticia cometida  con Edmundo Dantés. La protegía discretamente cuando  grupos de jóvenes ruidosos se sentaban cerca de ella importunándola.  Su aspecto lúgubre y su gastado uniforme azul aún imponían. Para ambos era  especial el trayecto de vuelta por la noche, volvían a casa abrumados de cansancio y realidad en un vagón gris semivacío.
Un día la compañía ferroviaria decidió sustituir a los revisores por máquinas expendedoras de billetes. Él, reuniendo un valor que desconocía  tener, subió al tren y se sentó a su lado. Por primera vez  el revisor del pelo blanco y la mujer de la línea 7 olvidaron las paradas  y disfrutaron del viaje.

92. Ensoñación

Los primeros en dormirse fueron los del vagón de tercera (Los pobres, ya se sabe, tienen más sueños, o al menos más profundos) Luego le siguieron los pasajeros de segunda clase, los del vagón de primera y, por fin, los de la zona VIP, que siempre se las arreglan para destacar en algo. El maquinista tardó algo más en coger el sueño, porque es un tipo profesional, de esos que no considera ético dormirse manejando una locomotora. Dormidos al fin todos, se rumiaba la tragedia: el convoy, sin mando alguno, se aproximaba a la estación de destino. Por fortuna, aquel día todos se quedaron dormidos: el jefe de estación, el vendedor de periódicos, los viajeros e incluso aquellos que, pañuelo en mano, van a despedir a los trenes que se marchan, aunque no conozcan a nadie. Por fin la musa, dándole un codazo cómplice al escritor, le susurra al oído:

—Me parece que éste relato se te ha ido de las manos.

91. SUCESOS – EPI

Se ruega la máxima colaboración ciudadana para identificar a estas dos personas, encontradas muertas en el tren que procedía de Alemania del Este.
El revisor se acercó cuando no se levantaron en el final del trayecto y al tocar el brazo del caballero, notó una frialdad y lividez cerúlea. La rigidez ya era manifiesta.
Llevados los cadáveres al forense, del resultado de sus autopsias no se desprende enfermedad grave de ninguno de los dos. Presencia de restos de veneno en las cavidades gástricas.
Del registro exhaustivo de sus pertenencias, sólo se han encontrado dos fotos y un recorte de prensa.
Una foto familiar de hace unos años, donde posan sonrientes con tres niños y una niña con coletas rubias.
Otra foto de la pareja, actual, frente a unas alambradas de una cárcel o campo de concentración.
Un reportaje de prensa de una redada de la Stasi a finales de 1956, donde Wolfgang Harich y
sus partidarios fueron rápidamente purgados de las filas del SED y encarcelados.
En 1956, en el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, su primer
Secretario Nikita Jrushchov repudió el estalinismo y desaparecieron muchos cooperativistas
agrícolas.

90. Tirar de la palanca en caso de emergencia

Estás cansada y sientes frío, aunque él te abrace. En los vagones de primera la temperatura siempre es demasiado baja. Apoyas la cabeza en su hombro y cierras los ojos, intentando distinguir el imperceptible traqueteo del tren. Tendrías que dormirte pero no lo consigues. Hace tanto que viajas en una duermevela constante que ya no sabes si esta era la vida que habías soñado o si todavía sigues soñando. A veces, abres los ojos y la velocidad de los árboles te asusta. Te gustaría levantarte y tirar de la palanca, que el tren y los árboles frenasen de golpe, que las nubes y las personas se detuviesen, para bajarte en medio de la nada, para caminar descalza y volver a sentir el cosquilleo de la hierba en las plantas de los pies, el sol ruborizarte las mejillas; pero no te atreves, llevas tanto tiempo subida a su tren de vida que ya no te atreves. Y te dejas llevar por ese traqueteo imperceptible, mientras te haces la dormida y te abrazas a él, intentando combatir ese frío que llena los vagones de primera, donde el aire acondicionado siempre está demasiado alto.

89. Veinte años no es nada

“Ampollas flash, lencería picante y doble ración de ilusión”, repasa mentalmente descansando las canas en su hombro, ya en el tren. Lo lleva todo. Cada vez se trabaja más las excusas que pone en casa, para poder hacer estas escapadas, ya que sus hijos no paran de preguntar, como si se olieran algo. Parece que quisieran que se quedara sola para siempre. Desde que se separó, hace veinte años, ellos no le dieron el visto bueno a ninguno. Supone que a su padre sí se lo darán, pero no lo quiere saber, no quiere perder la magia.

88. Cathy y Jack

Cathy ha estado trajinando toda la mañana. Dejó un guiso puesto y fue al mercado y a la tintorería. Cuando regresó, tendió una lavadora y quitó plancha. Sobre las doce suele tomar un par de tragos porque, si no, comienza a llorar, a temblar y piensa unas ideas muy extrañas que nadie conoce.

Cuando Jack llega a casa, a veces huele a vomito y riñe a Cathy porque debería revisarse su gastritis. Ella tiene tiempo. Jack pone los pies en la mesa del salón y le aúlla: “Olvida mi comida ahora, cariño. Puedo esperar hasta que estés mejor.” Y es que Jack es muy considerado. Sabe evitarle cualquier tarea complicada, como conducir o elegir restaurante. Cathy dejó de conducir tras casarse; ahora ni sabría. ¿Y qué demonios entiende ella de restaurantes? Jack tiene reuniones de trabajo y conoce sitios. Está bien considerado en la empresa, aunque se jubilará en abril.

Los jueves visitan a Howard, su hijo. Vive a dos horas en tren. Kathy siempre dormita en el trayecto y, aunque intente evitarlo, acaba recostada sobre Jack. Él se lo recrimina cuando despierta, porque, al permanecer inmóvil, acaba dormido también. Con lo que detesta que se le arrugue la camisa.

87. Un liviano sopor

Marcus cierra los ojos. Cae en un sueño ligero al son del traqueteo del tren. Algunos pensamientos, como pequeños vagones, cruzan por su mente. El que va en cabeza zozobra, zarandea su cuerpo con cierta brusquedad, como un hosco desconocido que le avisara de haber dejado atrás la estación de su destino. El siguiente sin embargo apenas bambolea, afirma que el destino es esa mano suya que descansa en el costado de Sophie mientras ella duerme en su regazo. Desde su plácido vaivén contempla los distintos paisajes, una secuencia fugaz de bosques y explanadas, de estaciones que se acercan a lo lejos donde el tren se detiene para luego partir mientras alguien agita su mano en el andén. El último vagón, el que cierra el convoy antes de volver a su desvelo, a los ojos despiertos que miran más allá del parpadeo de los años, parece no querer marcharse. Les observa como un viejo revisor: él sentado junto a la ventana, ella descansando en su regazo, en un liviano sopor, como si habitaran en el negativo de la escena capturada por una antigua cámara fotográfica.

86. Humanos y monogamia (Patricia Collazo)

El componente macho de la pareja está a punto de descubrir la cámara colocada en el portaequipajes de la fila contraria, antes de acomodar las maletas sobre su asiento.

Desde control, respiran aliviados cuando los especímenes se sientan uno junto al otro y esperan que el tren se ponga en marcha.

Llevan años siguiendo las rutinas y peripecias de esta pareja, la única de todas cuantas han sido objeto del experimento, que ha mantenido las pautas de la monogamia y permanece unida. Tienen todas sus esperanzas puestas en estos ejemplares, que una vez que el tren se pone en marcha, se abrazan y permanecen inmóviles.

Las cámaras aéreas, desde el exterior del vagón, se apresuran a captar la tierna escena enmarcada en la luz del atardecer. Un plano grandioso. Director y asistentes gruñen satisfechos.

Entonces, macho y hembra comienzan a estremecerse en un llanto imprevisto.

– ¿Por qué lloran ahora? – preguntan desconcertados desde control. Los hábitos humanos no dejan de sorprenderlos.

“La pareja llora para humedecerse mutuamente y afianzar el vínculo”, explicará la voz en off del documental. El que pronto acompañará la siesta de los osos polares desde el segundo canal de la televisión oficial.

85. Fin de trayecto (R. L. Expósito)

La noticia cayó sobre los pasajeros del Rossiya transiberiano como una losa con su epitafio. Luego el tren se detuvo en plena taiga, cerca del ocaso, y muchos huyeron hacia el bosque profundo. Otros tantos continuaron a lo largo de la vía, una procesión cuyas plegarias mendigaban un milagro. Y aparte del resto, que había asaltado el vagón restaurante para montar una fiesta salvaje, solo un matrimonio permaneció en su asiento hasta el final.
Durante su espera, la pareja revivió como nunca los recuerdos y anécdotas de siempre. También compartieron miradas, besos, abrazos; intercambiaron caricias con el mismo ardor que en su lejana juventud, aunque esta vez el sexo fue sereno, generoso y elegante.
Acabaron a oscuras, desnudos entre mantas de viaje. Él yacía rendido mientras ella, desvelada, contemplaba el tenue reflejo de su rostro en una ventanilla. Entonces un resplandor convirtió la noche en mediodía: el cielo, de aurora boreal incandescente y fuegos de artificio, incineraba con aterradora belleza. Por eso, cuando la mujer vio llegar la primera oleada destructiva, agradeció en silencio que su marido durmiera en paz y, con su último aliento, le susurró al oído: «Suerte que envejecimos juntos».

84. UN FUEGO QUE NI EL TIEMPO PODRÁ APAGAR (José Ángel Gozalo)

El tren avanzaba en mitad de la noche arropado por un manto de nieve con reflejos de luna llena. Dentro de uno de los vagones, dos jóvenes amantes descubrían sus cuerpos por primera vez.
La pequeña estancia se hallaba invadida por el calor resultante del fuego de su unión, el cual había impregnado de vaho la ventanilla.
Aferrados el uno contra el otro, ponían el alma en cada caricia y beso como si no hubiera un mañana. Prometieron amarse siempre.
El silbato del tren al entrar dentro de un túnel engulló sus gemidos de placer en el momento de llegar juntos al final.
Despertaron abrazados, al otro lado del túnel, aunque mucho tiempo después.
Sus cuerpos no eran los de antes, y una intricada maraña de arrugas se había apoderado de sus rostros.
―No te imaginas lo que he soñado ―le susurró él al oído y la besó en la frente.
Ella, desde su regazo, giró la cara y, todo el amor de una vida concentrado cabía en la mirada cómplice que se dedicaron.
Incorporándose con dificultad, acercó sus labios a la ventanilla e insufló su aliento empañando el cristal.
Sus dedos índices se tocaron al dibujar juntos un corazón.

Nuestras publicaciones