Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SERENDIPIA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en SERENDIPIA

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LA SERENDIPIA. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE NOVIEMBRE

Relatos

44. ¿VERDUGO O VÍCTIMA? (Petra Acero)

Rezonga y bufa como cualquier bestia. Monto en su cola. Siempre en el último vagón: el más alejado de la caseta del jefe de estación. Donde el revisor llegará tarde y “desbravao”. Traqueteo por su espinazo. Vigilo. Cuando me gusta lo que veo, me cuelo dentro. La pareja del penúltimo compartimento parece muerta. ¡De puta madre! Hay días en los que levantarse con el gallo tiene su recompensa. El reloj del viejo aparenta bueno. No llevan maletas. Me conformo con lo puesto. Meneo a la mujer. Su hombro de gallina clueca envenena mi mano. ¡Maldita judía! Empuño con rabia la navaja. Se despiertan sin sobresalto, como fundas huecas. “¡Si gritáis, os rajo!”. Sus miradas ovinas, me recuerdan otros ojos, otros vagones, otros miedos.

Deserto de mi silla (aguanta el envite con elegancia ergonómica). Deambulo por el apartamento. Entro en la cocina. Dejo escapar el agua (que corra por tuberías y cloacas hacia el río, el mar, otras costas: ¡la libertad!). Utilizo una copa de la noche anterior. La que no tiene carmín en los bordes. ¿Escrupuloso? ¡No! No te engañes, lector@. Los escritores (semitas o gentiles) bebemos de sombras e infamias, para escupirlas, después, más o menos noveladas.

43. MIGRAÑA (Edita)

Nada más desayunar, los destellos repentinos del aura auguran un mal día. Mi visión borrosa me impide leer la fecha de caducidad del Hemicraneal. Por si acaso, tomo dos comprimidos. Pocos minutos después, un dolor, tan impertinente como conocido, se instala encima del ojo derecho, antes de que la droga haya tenido tiempo de cumplir con su obligación. Habrá que resignarse y esperar. Apago el televisor, bajo las persianas y me dirijo a la cama, todavía sin hacer, acompañada de una palangana por si las nauseas no remiten.

Aunque las molestias se van haciendo soportables poco a poco, la ración doble de cafeína del medicamento me impide dormir. El futuro inmediato serán largas horas de inmovilidad, penumbra y aburrimiento. Como en las noches de insomnio, procuro ocupar el pensamiento con fantasías, mucho menos maltratadoras que las pesadumbres cotidianas. A veces, la creación literaria me salva. Recuerdo que tengo pendiente buscar ideas para el texto del concurso. Lo intento, pero, igual que en las semanas anteriores, no soy capaz de enfrentarme a la imagen propuesta como inspiración: esa pareja, aparentemente feliz, dormida y arropada por el traqueteo del tren, me trae recuerdos demasiado frescos.

Acerco la jofaina.

41. El lenguaje no verbal de los amantes (María José Escudero)

Tropezaron en un apeadero. Ella, súbita aparición, ponía gesto a un poema de Cernuda y él, perdido en oraciones, abrazaba una guitarra para esconder el deseo imprevisto y clandestino. Acordes y versos se anudaron en el aire y, aunque creyeron que su amor duraría sólo un instante, se enamoraban cada vez que una estación los reunía. Pero debían ser prudentes, controlar aquel latido impetuoso y practicar el disimulo.

Cansados de ocultar las emociones, resolvieron lo que más les convenía: ella se casó con un hombre que no hacía preguntas y él se entregó a su cínica liturgia. Y como volver atrás era imposible, avanzaron a marchas forzadas por la vida, a la espera de tres tonos que anunciaran de nuevo una escapada. Luego afloraron heridas incurables—dos hijos y un aborto—. Después, las primeras canas y la culpa.

“Nunca nos separaremos, te lo juro”, manifiesta él, sin mediar palabra, al tiempo que amaga con arrojar el alzacuello por la ventanilla de su tren sin destino. Entonces ella, acostumbrada a promesas y arrebatos, le insta con ademán resignado a esconderlo en la maleta y, con la mirada encendida y el alma desesperada, se funden en un beso prolongado y mudo.

40. Naturaleza Humana

Hacía rato que había pasado el revisor y los dos viajeros reposaban en su compartimento con los brazos enhebrados en el cuerpo del otro, encajados en una confortable somnolencia. Esa pareja había dejado de mirar al paisaje arbolado que cruzaba ante su ventanilla y ahora eran los árboles, como si de un único ser se tratara, los que les contemplaban desde el otro lado, codiciando el sueño que compartían esos humanos móviles, fundidos en un instante extendido. Aunque agradecían la compañía que les ofrecía el bosque, incluso disfrutaban de algún breve contacto con la punta de sus ramas cuando el viento hablaba en voz alta, el anclaje de sus raíces no les permitía moverse, ni buscarse para aprender a amarse.

Dicen que el tiempo se detiene en los vagones de un tren, pero no es cierto, es en el paisaje donde lo hace. A todos esos árboles les fascinaba la naturaleza humana, limitándose a ser testigos del viaje de las emociones tras un cristal que nunca podrían traspasar, pero por el que podían intuirlas; por eso pidieron al tiempo que se detuviera siempre que unos ojos soñadores los observaran desde la ventanilla de algún vagón.

39. APARIENCIAS

A veces las cosas son lo que parecen y donde crees ver de forma fugaz a tu pareja abrazado a otra persona detrás de un cristal, estás, efectivamente, viendo a tu pareja y no a alguien que se le parece mucho. Y si al anochecer, cuando llega a casa, le preguntas dónde estuvo a la hora en la que se produjo la fatal visión y antes de contestarte que en una tediosa reunión del consejo de administración de su empresa, te parece apreciar un ligero nerviosismo en él, tampoco son figuraciones tuyas, efectivamente se ha puesto nervioso. Y si, más tarde, mientras brindáis en mitad de la cena, alguien se pega a vuestra ventana y al miraros cree ver una pareja feliz, ese alguien podría estar equivocado, porque las cosas, no siempre son lo que parecen.

38. Encuentro en el cristal

No me gustan los paletos endomingados, piensa mientras los mira dormir en sus trajes de misa de doce, con sus relojes y sortijas de cuando se casaron, y que guardan en armarios que huelen a naftalina y a establo. Sí, porque aunque se hayan lavado por parroquias en la pila de la cocina, que se hayan cepillado las uñas siempre negras de tierra hasta hacerse pellejos, y que, con el peine mojado en colonia hayan intentado domar algún que otro mechón de pelo, nunca se podrán desprender de ese olor a cuadra que ahora carga el aire del compartimento.

¡Pero si eres tú, Pedro Padilla, Pedrito! ¿Qué tal te fue?, le ha preguntado ella al verle en el andén. No le ha preguntado, ¿qué tal te va?, no, le ha dicho, ¿qué tal te fue?, dando por hecho que ha fracasado, o que, como ha muerto el viejo, vuelve al pueblo a por migajas de una herencia salida de entre mierda de gallinas y de vacas.

De repente, la mujer abre los ojos y se libera del abrazo del hombre. Pedro mira por la ventanilla. Solo árboles. Y en el reflejo del cristal, la mirada de desprecio de la mujer.

37. Habitantes del pasado (María Rojas)

Al ver el bosque, la mujer se estremeció
—Cazador, ¿de verdad mataste al lobo? —le susurró la mujer.
El hombre parecía dormido.
—Recuerda, cazador, que ahora soy yo la abuela —contéstame sin embustes.
—¿Lobo estás? —preguntó el hombre desganado.
El aullido se balanceó a lo largo y ancho del tren.

36. La fotógrafa (Aurora Rapún Mombiela)

Primero tomo la foto y luego bajo la cámara y los contemplo tranquilamente. Hacen una pareja maravillosa. Tan elegantes, tan serenos. Fueron seleccionados precisamente por eso, porque dan el pego. Dos despiadados asesinos que viajan sembrando la muerte limpiamente, sin despeinarse. Nadie puede imaginar que una pareja tan encantadora transporta en la maleta un arsenal letal. Ese es su fuerte. Se camuflan ocultos tras una sonrisa tierna, tras un perfume suave, tras unas palabras cariñosas. Son los mejores vecinos, los más amables.
Me costó mucho tiempo detectarlos y seguirles el rastro, pero mi tenacidad obtuvo sus frutos. Allí están, frente a mí, fotografiados para la posteridad y como prueba definitiva para mis jefes. Yo también fui seleccionada por algo. Mi cara angelical y mi cuerpo de adolescente ocultan una mente calculadora y fría. Mis manos no han temblado cuando he vertido el veneno en sus cafés. Mi pulso ha sido firme al recoger sus pertenencias y trasladarlas a mi compartimento. No dudaré en volar el vagón entero para borrar mis huellas.
Soy una profesional.

35. Compañía

Él no la conocía de nada. Ella creía conocerle desde siempre. Se miraron. Él tenía la ropa descolorida, el pelo despeinado, y la delgadez propia de aquel que a veces no recuerda comer. Ella tenía arrugas en el rostro, en los brazos, y en el alma; y sus ojos habían llorado tanto en la vida, que se había instalado la tristeza en ellos. Apenas oían el ruido del tren al avanzar. No hubo sonrisas, ni miradas cómplices, ni coqueteos experimentados. Ella, simplemente, se levantó y se acomodó a su lado. Él la rodeo con su brazo, y la atrajo hacia su pecho. Y así, sin mediar palabra, se mantuvieron abrazados durante todo el trayecto, y recordaron que, alguna vez, hacía mucho tiempo, habían sido queridos.

34. Otro camino

Cuando pierdes a un hijo, el dolor te agota el alma hasta robarte la consciencia. Solo los sueños te devuelven intactos los recuerdos de toda una vida. 

Regreso a aquella despedida en la que voló de nuestro lado, a los viajes en familia años atrás, a las risas infantiles, a ti y a mí proyectando un futuro. Y un deseo fugaz despierta el anhelo de escapar de esta angustia. 

Al abrir los ojos, me aparto contrariada del abrazo de un desconocido sobre el que me quedé dormida. Él sonríe, preguntando mi nombre, y una punzada en el corazón me disuade de contestar. Mi joven reflejo en el cristal es lo último que contemplo antes de abandonar el vagón.

33. Serigrafías

Otra escena imborrable se adhiere al cristal de su ventana favorita. Esta vez tiene el olor dulce del amor tierno y tardío sobre un fondo de abeto invernal y los colores del tránsito tranquilo de otros tiempos.

El coleccionista la captura con cuidado, disfrutando anticipadamente de las mil y una posibles historias que esconde, pensando en  los diversos ángulos y las distintas miradas que seguramente provoque en los demás.

De la semana anterior sólo conserva el reflejo de una bruja venenosa que recitaba conjuros en sueños, exhalaba un aroma a poción de eterna juventud y tenía un halo mágico fosforescente. Pero, por alguna razón que aún no comprende del todo, ha guardado esa estampa en una carpeta aparte y sabe que nunca la compartirá con el mundo ni la expondrá a imaginaciones ajenas.

Cuando finaliza el trayecto sonríe al vidrio vacío  que, pese a su fría transparencia e impermeabilidad, no podrá evitar empaparse de nuevo de algún reflejo vivo que lo convierta, por un instante, en un objeto único, bello y especial. Y él espera estar allí, con su mirada precisa y sus pinzas invisibles, para extraerlo y que no se pierda irremediablemente.

32. El vestido (Susana Revuelta)

A Yasmina aquel vestido estampado de cuello cisne y manga larga le parecía horroroso, pero por no aguantar a la monja de Cáritas, y como se le estaba haciendo tarde, se lo llevó a regañadientes. En los aseos del primer McDonald´s que encontró recortó el escote y redujo varios centímetros el faldón.

—Ahora sí —se dijo complacida, emborronando su sonrisa desdentada con carmín y ensayando poses provocativas frente al espejo.

Un polvo rápido en el asiento trasero de una furgoneta, dos felaciones y cinco ginebras después, se reunió con el Nando en la boca del metro. Subieron a un vagón, se trasegaron la botella de clarete que traía él y al poco se quedaron dormidos hasta cocheras.

Allí el revisor los echaría a la calle. Buscarían cartones por los alrededores, entrarían en un cajero con olor a meados y se tumbarían bien juntitos. Después aparecerían unos skinheads, les rociarían con gasolina y les prenderían fuego. Sus cuerpos carbonizados yacerían, aún abrazados, en el suelo humeante.

O quizá ese revisor se conmovería al fijarse en el vestido de Yasmina porque le recordaría a su esposa, recientemente fallecida. Hasta el mismo zurcido en un bolsillo tenía.

No, no tuvo coraje para despertarlos.

 

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