Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SERENDIPIA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en SERENDIPIA

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LA SERENDIPIA. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE NOVIEMBRE

Relatos

5. El descanso

El tren paró junto a un bosque helado.

—Ya hemos llegado, mi amor —dijo la mujer—. Sé que en verano este lugar es más hermoso. ¿Lo recuerdas? —Apretó aún más fuerte la mano de su esposo—. No, no lo recuerdas —Palmeó la cara del hombre para despertarle—. Vamos, cariño. Tenemos que bajar.

—Señores —dijo un joven de cresta roja detrás de ellos —. ¿Bajan sin abrigos? ¡Hace un frío de cojones!

Ella lo ignoró y guio a su esposo por el pasillo.

—¡Señora! —gritó el muchacho. La mujer se volvió y lo encontró frente a ella—. El bolso —Se lo ofreció—. ¡Cómo pesa! ¿Lleva una pistola?

La mujer lo cogió y le dio las gracias sin mirarle.

—¿Adónde van? ¿A echar uno rápido?

—¡Que te jodan! —La anciana le mostró el dedo corazón—. ¡Y córtate esos pelos o no encontrarás novia!

El chico soltó una carcajada y regresó a su asiento.

—¡Qué viejos más heavies! —murmuró.

Desde su ventanilla los vio entrar en el bosque. La mujer amarraba con fuerza el bolso con una mano; la otra sujetaba el brazo de su marido. En pocos minutos, ambos se difuminaron y pasaron a formar parte de la escarcha del arbolado.

4. MÁS QUE MIL PALABRAS (Ángel Saiz Mora)

Mi padre y yo fuimos diferentes, salvo por la difícil ambición de lograr que algo propio sobreviviera a modas y años. Farmacéutico de profesión y fotógrafo aficionado, captó cientos de imágenes cada día. Yo escribo, con escaso alcance.
Él aseguraba que en su aldea rodeada de bosque lo tenía todo: vecinos, parajes, pero ante todo, a mamá. Consciente de que lo suyo fue un caso insólito de afinidad total, no he dejado de buscar algo semejante a esa envidiable relación, para estrellarme en mil tentativas fracasadas.
Solo viajaban con motivo de su aniversario, a la capital, donde se habían conocido. Un año insistieron en que les debía acompañar, además de tomarles una fotografía. En ella aparecen, partícipes de un mismo sueño intemporal, ajenos a que por la ventanilla del tren árboles y tiempo se sucedían fugaces.
Supe que iba a ser una imagen irrepetible en cuanto apreté el disparador, a pesar de que desconocía que mamá tenía un mal que mantuvieron secreto, que él no quiso vivir sin ella, que ambos habían tomado un preparado para irse juntos. Un abrazo eterno, que nunca seré capaz de describir con los matices que ellos y el instante merecen.

3. AL FIN, POR FIN (Purificación Rodríguez)

El lento amanecer os descubre abrazados tras los vidrios del vagón del viejo tren. En él os encontrasteis un día, que aún guardáis intacto en la memoria, cuando la necesidad os hizo coincidir buscando el pan lejos de casa.

Hoy, muchos años después, y ya casi ancianos, vais a realizar por fin vuestro soñado viaje de bodas. Ese que siempre hubo que posponer porque los hijos estaban primero y nunca os sobró nada.

Pero esta vez sí. Unos pequeños ahorros os permiten, al fin, disfrutar de ese ansiado capricho, ya casi cumplido vuestro destino.

Y, tras tanto sufrimiento y tanta lucha, este amanecer os sorprende, por primera vez, tranquilos y sin miedo.

 

2. LA GRUPA DE HIERRO (María José Viz)

Samuel y Elisabeth dormitan abrazando la memoria seca de la huida y el miedo. El vértigo reposa en sus hálitos y les lleva por el férreo camino que desembocará en infinitos páramos. Al menos eso creen ellos, mientras se detienen en sueños ajenos que galopan sobre esa grupa de hierro que oculta los secretos aviesos de tantos viajeros extraños.

Unos pájaros les sobrepasan, ufanos, como si quisieran burlarse de las dos siluetas dormidas y de su indefensión, atravesándolas con su aleteo distante y con sus incisivos ojillos crueles.

La pareja está aturdida, tras un sueño incompleto mezclado con el eco del traqueteo impenitente del tren. La mezquindad la asola. Ambos perciben que están rodeados de miradas duras y se sienten náufragos sobre el raíl bifurcado, acobardados por la incerteza de lo que les espera.

El interventor avisa, con voz potente, de que están llegando a su destino. Samuel, con amoroso empuje, ayuda a incorporarse a su esposa. No llevan equipaje.

Se abre la puerta del vagón y una luz acuciante los recibe. Ya no tienen miedo. Saben que el paso que van a dar será el primero hacia su libertad.

1. Latencia (Jesús Garabato)

Aun rogándole  «déjame, por favor»,  su sonrisa  te doblega.  Sus labios  atenazan  tus deseos. Sus manos, impertérritas, te solidifican.

Y  otra vez tus alas reventaron. Y el jugo antiguo de tus lágrimas se tornó aire. Y vino el viaje. Y llegó la tarde. Y luego el sueño. Y amaneces… Y sientes que sus palabras y sus gestos lacerantes  y cansinos ahí siguen, agazapados tras su  perfume de rosas.

 

106. SÍNDROME DE CENICIENTA

Yo de mayor quería ser princesa pero mi madrastra se encargó de fulminar mi sueño destrozando mi carroza y convirtiéndola para siempre en calabaza. Nunca aceptó que yo calzara zapatitos de cristal en vez de botas de fútbol ni que suspirara con la llegada de un príncipe azul de película en vez de meterle mano a las chicas en las sesiones continuas del cine de los domingos. La memoria de mi padre fue la moneda de cambio para que entrara a trabajar en el Banco, me casara con Paquita y tuviera dos críos, pero mi mujer no soportó que mirara con más pasión a su hermano que a ella y me abandonó. Sigo buscando mi príncipe azul por las esquinas, cuando nadie me ve, porque yo de mayor quería ser princesa…

105. E.N.REDOS

La tía Engracia nos odia. Siempre prohibiéndonos cosas… No nos deja jugar a nada cuando vamos a ver a la abuela. En el jardín nos gusta enredar entre esas sábanas que tiende con las dos letras del principio de su nombre. Dice mi hermana que eran de su ajuar (qué palabra más rara) pero que seguro que, con lo bruja que es, la dejaron plantada. A veces vemos que llora cuando las recoge, y yo creo que igual a su novio lo mataron en la guerra. Me da un poco de pena… y eso que la tía Engracia me riñe porque, según ella, soy como mi padre, y a él también le tiene mucha manía. A mí, mi padre me parece muy bueno, pero a la tía que nadie le hable del “sinvergüenza de Néstor”, como ella le llama, y por eso creo que mi madre y ella no se hablan. La abuela dice que son cosas de mayores. Me da lástima de la tía Engracia, y a mí padre, yo creo, que también un poco; cuando vamos a su casa me da manzanas para ella, pero yo siempre le digo que son para la abuela. Así no las tira.

104. «In memoriam» (R. L. Expósito)

Cuando llega el buen tiempo, acomodo a mi madre en silla de ruedas bajo la buganvilla del patio. Mientras vegeta, voy haciendo la colada en un barreño con jabón Lagarto y agua del pozo, para que huela a limpieza de antaño, pues a veces logra que mamá despierte de su sopor.
Si me encuentra tendiendo la ropa se endereza en su asiento, ríe, se tapa los ojos y cuenta diez, así que me escondo tras una sábana cualquiera. Sé que ve mi sombra al trasluz, pero disimula hasta que finjo una risa nerviosa y entonces grita entusiasmada: «¡Te pillé!».
Luego desfallece y acudo volando, aterrizo a sus pies, le tomo una mano. Tiene el pulso débil, aunque estable, y juntos recobramos el aliento. Ella sin embargo frunce el ceño, desconoce. Su memoria pisa arenas movedizas y, antes de que se hunda en el olvido, señalo el tendedero. Y sonríe, intenta revolverme el pelo con ternura porque sigo siendo su angelito travieso… pero se agota, y con una carantoña bendigo su letargo. Después apoyo mi cabeza en su regazo: imagino que sueña enredada en su último recuerdo, igual que yo me aferro al primero de mi niñez.

103. Vivos recuerdos (Rosy Val)

Tanto tiempo deseándolo y hoy por fin te llevan a casa. No disimulas el descontento al ver tu patio, frío como los cristales que ahora lo encierran, sin claveles ni macetas, sin tendedero ni pequeños escondiéndose entre sábanas al sol. Ya no hay ristras de ajos en la cocina y arrumbada en la alacena la vajilla azul que él te regaló. 

La usanza conduce tus pasos hasta tu cuarto. Echas de menos los visillos de ganchillo tunecino y la dama de noche encaramándose por tu ventana. Otra colcha cubre tu cama y sobre la mesilla no estáis los dos. Del armario falta la caja de flores con el vestido, el velo y los zapatos blancos, también su sombrero, su pipa y la cachaba que prometieron custodiar. Repentinamente ella, con su eterna y dolosa sonrisa, señora de la voluntad de tu hijo, irrumpe en la habitación. Echa la llave al armario y un ojo dentro de tu bolso. Te devuelven al sitio donde vives desde hace tres años, cinco meses, un día y una veintena de palabras… 

«Mamá, sin papá te sobra casa. Como ya no te acuerdas de las cosas ni de nada aquí estarás mejor cuidada».

102. Huérfanos (Sara Lew)

Mario se hace chiquitito, ínfimo, invisible. Sin embargo, nada cubre sus vergüenzas. Ni siquiera las sábanas ya limpias y tendidas al sol tras las cuales se esconde. Pepín ha salido corriendo a contárselo a los demás niños y ahora la nana Josefa lo busca por el patio al grito de: “¡Son cosas que pasan!” con ese tono condescendiente y chillón que tanto lo exaspera.

Le gustaría poder decir la verdad, pero las normas de la Institución son muy claras: “No se aceptan perros”. El día en que descubrieron al cachorrillo que Adela ocultaba debajo de la cama lo lleva como otra de las muchas cicatrices que le surcan el alma. Por eso le ha enseñado a Duque a acurrucarse entre sus pies bajo la colcha cuando vienen por la noche a apagar la luz; a no ladrar nunca; a traspasar sigilosamente durante el día cada puerta abierta hasta llegar al jardín y quedarse allí a esperar las sobras de comida que le llevará cuando pueda; a restregarse sobre las flores antes de volver al dormitorio para que, al abrazarlo en sueños, pueda sentir ese olor a madreselvas que le recuerda a su madre.

101. En blanco

Durante la estación de los suicidas la ropa de cama se lava más a menudo. Se hace sobre todo por solidaridad, y además se utiliza agua bendita, para estar preparados, porque a ellos su decisión siempre los empuja a buscar la salida más fácil. Una ventana. Un balcón. Una azotea. Y son los vecinos quienes cogen las sábanas tendidas y las arrojan a la calle para cubrir sus cuerpos, mientras se espera la llegada de la ambulancia y el fin de sus convulsiones.

Hay días, incluso, en los que el ritmo de los suicidas es ensordecedor, en los que las mortajas improvisadas a comienzos de la estación van oscureciendo el cielo con su tristeza, y caen como una lluvia desordenada, casi a cámara lenta, flotando en el aire igual que medusas gigantes hinchadas. Y si las ambulancias tardan en llegar, desbordadas por otros saltos al vacío, es el último destello blanco que los envuelve con su bendición el que consigue apagar la sombra de su pecado.

100. El discípulo (Vicente Fernández Almazán)

Un día mamá encontró un brazo de mujer bajo la cama; era un brazo tatuado con medio corazón. Mi padre era mago y sabía hacer trucos con risas picaronas que convencían al público femenino para dejarse serrar así como así. Mi madre era su sufrida ayudante. El caso es que papá no supo qué responder cuando mamá le tiró el apéndice a la cabeza. Yo acerté a esconderme detrás del sofá, asustado, justo a tiempo para ver cómo mamá le arrojaba una sábana por encima al grito de vualá, ¡y mi padre desapareció! Aquello me pilló tan de sorpresa que empecé a aplaudir, justo hasta que mi madre me gritó que me largara al patio. Al rato llegó ella, a tender la sábana tan nívea como hechicera. Con gesto formal me dijo que ya tenía edad para bañarme solo y luego de quedarse un rato mirando el tendedero, me dio un beso. Olía a ternura y lejía. Cuando se fue, miré la tela ondulante desde donde papá me guiñaba un ojo en un pliegue: —Hijo mío —me dijo—, sigue practicando y no te preocupes que no le voy a contar nada a mamá.

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