Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SERENDIPIA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en SERENDIPIA

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LA SERENDIPIA. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE NOVIEMBRE

Relatos

75. Una sombra a falta de luz (Juana Mª Igarreta)

Poco tiempo llevaba Mirentxu en la casa cuando, ante el continuo descontento de la señora con el resultado de las coladas, tuvo que comentarle lo de Aritz, el niño cojito de los vecinos. La cara que puso Palmira fue la de alguien que observa revolotear una mariposa del tamaño de un elefante. Y conforme la muchacha le siguió contando que el rapazuelo brincaba sobre su única pierna como si esta poseyera un potente resorte, enredándose entre las sábanas hasta conseguir desprenderlas de las pinzas, Palmira, mirándola de hito en hito, permanecía inmóvil; y diríase que en su boca se agolpaban y morían las palabras sin ser pronunciadas, como si ninguna de ellas fuera capaz de transmitir con rigor el asombro del que se hallaba presa. Lívida ante semejante noticia, no pudo impedir que el periódico resbalara de sus temblorosas manos. Mirentxu se agachó a recoger el ejemplar de la prensa local, en el que, abierto en la sección de “Casos sin resolver”, podía leerse: “Hoy, 10 de octubre, se cumplen 15 años de la desaparición de Aritz Olaizola, el niño de Lekuondo que nacido con una sola pierna…”

Una sombra tendida

Un día de agosto, al regresar del río, mi hermano se escondió en su sombra. La mañana se desperezaba con desidia. Los caracoles trepaban por las columnas de hormigón de la acequia alta. El tren de las diez pasó a y diez. La ventana del patio fue abriendo lentamente su caudal de luz. Tras el desayuno, bajamos al río, a la playa escondida, y regresamos todos con la piel húmeda y brillante, menos Gabi, que tenía la piel oscura, como si siguiera al cobijo de los árboles frondosos del río. Tras comer con desgana esperando el momento del helado en el postre, jugaríamos con el balón en el pequeño jardín que hay detrás de la casa; madre nos regañaría por ensuciar la ropa tendida con un mal puntapié; los chicos estarían en la plaza esperándonos para ir a la higuera del tío Jacinto y después, con suerte saciados, saldríamos corriendo. Pero Gabi se escondió en su sombra, y jugamos con ella al escondite. La buscamos durante largo rato y la encontramos al fin, tendida en la hojarasca de los árboles. La pusimos a secar en una cuerda del jardín, para que no la diluyera el agua.

73. La parcialidad del observador estático

Vivir junto a una carretera te hace sentir que es el mundo, y no tú, lo que está de paso. En la inocencia de mis pocos años, incluso llegué a concebir la idea de que los vehículos viajaban sin origen ni destino, existiendo como universos en sí mismos, con lo que aquellas familias en sus utilitarios, los estridentes motocarros, los autobuses de línea, la caravana del circo, la vuelta ciclista…, habrían estado condenados a vagar sin pausa por siempre, trazando quizá órbitas caprichosas y arbitrarias sobre nuestra vieja casa.

La muerte era para mí por entonces un animalito reseco atropellado en el asfalto. El tiempo, algo comparable a un camión de heno, cuyo continuo revuelo de briznas dejado atrás nunca lograba mermar su carga. Y la guerra un convoy militar que pasó una mañana, y en el que circulaban camionetas donde a buen seguro iban encerrados, junto a mi pierna izquierda, mi padre y todas las personas que, según mamá, esta se había llevado.

La vida, sin embargo, era un concepto tan manifiesto como impreciso; algo capaz de conciliar sin paradojas que aquel niño expectante pudiera cruzar la mirada consigo mismo —aunque varias décadas después— pasando veloz en una motocicleta.

72. AGUAS MAYORES (Ignacio J. Borraz)

Aquel verano supo a castigo. Lo recuerdo, aunque ya nunca volvería a paladearlo con esa intensidad terrosa de calor en las mejillas y dientes apretujados. El nuevo sabor que vendría a sustituirlo sería peor: agua encharcada y metal fronterizo de sangre. Mamá ponía firmes a Roberto tras la sábana que le incriminaba, telón de escena y figura chinesca a un tiempo. Yo me mantenía al margen, muy quieto, pero mis ojos, aún con la intención de perseguir diminutas vidas ocultas en el césped, se desviaban de continuo a aquella estampa de brisa, blancura y pinzas. Luego, pasaba medio día rehuyéndole bajo el temperamental enfado de hermano mayor que siente que es injusto que él tampoco pueda salir con la bicicleta. He visto despertar amaneceres con los ojos húmedos, sumido en aquellos días pasados, recriminándome no darme cuenta, culpándome del tiempo desperdiciado que no se advierte hasta que es irrecuperable. Roberto tartamudeaba, entre la vergüenza y el miedo, justificando que los monstruos del día se le aparecían en el descanso nocturno. Yo no supe verlos y mamá no se los creyó. Todo era apacible y, sin embargo. Un día, apareció junto al arroyo; con una pedrada en la sien.

71. Memoria de sombras (Javier Ximens)

¿A quién quieres más, a papá o a mamá? La verdad es que nunca supe contestar a esa pregunta tan malvada.

No rememorar los primeros años de nuestra vida es un mecanismo necesario para liberar a la persona de la dependencia de los padres. El placer de la lactancia, los arrumacos, las risas, las noches en vela, la protección de sus brazos, los besos, el «ven aquí mi niño», los sábados de fútbol, la pesca de los domingos, los paseos en bicicleta. Si recordáramos esa época infantil, nunca podríamos volar solos ni llevarlos a la residencia.

Maldita memoria de sombras que olvida lo más importante y solo me trae sus burlas y humillaciones, como la vez que a los dieciséis años se rió de mí porque me había enamorado; o aquella otra, ya universitario, en la que me regañaba diciéndome que no me estaban dando estudios para casarme con la hija de un obrero.

Como no puedo pagar la residencia de los dos, hoy, cincuenta años después, he tenido que dar una respuesta.

 

70. FANTASMA (María Jesús Briones)

-No, no te esfuerces. No trates de explicarte, jamás lo conseguirás. Por muchos lavados a la sábana, mi sombra creciente es imborrable.
Soy el fantasma que orbita en tu memoria con el zumbido del aguijón que me clavaste.
Sobre este lienzo, primero fue la pierna desmembrada, después mi cuerpo succionado en la incineradora.

(Este relato, está fuera de concurso.)

69. Lavada especial

¡Es que no puedo más! Me tenéis tu hermano y tú todo el día lavando sábanas. ¡No tenéis consideración ninguna con vuestra madre!

Cuando esta noche vuelva tu hermano a jugar contigo, haz el favor de decirle que no se ensucie tanto, que desde que murió pongo todos los días una lavadora especial para él.

 

 

68. Vasos comunicantes (Luisa Hurtado)

Éramos felices, repetía sin parar mi madre a sus amigas mientras los ojos se le empezaban a llenar de lágrimas; no lo entiendo, no puedo, repetía incrédula.
¿Felices, mamá?, ¿estás segura de que lo éramos? Tú lo eras y mucho, lo sé, estabas tan llena de luz, tan deslumbrada, que el resto del mundo te resultaba invisible, que no podías comprender que no hubiera alguien que no lo quisiera, que lo llegase a odiar o a temer tanto como yo lo hacía.
Sin embargo, desde que nos abandonó, todas las sombras que he ido perdiendo yo son tuyas, junto con las lágrimas y los silencios; y asumo que, tampoco ahora, con lo triste e irascible que estás, llegarás a entender o saber la razón última por la que estoy tan contenta.

67. HECHIZADOS (Carmen Cano)

Te amenaza la bruja con sus garras y ya no eres más que un gusano. La casa huele a manzanas agrias tras las puertas cerradas. Por las noches oyes las risotadas del banquete y el entrechocar de las copas; después, los pasos vacilantes, los jadeos y los gruñidos. Te levantas temprano para espiarlos, pero solo alcanzas a ver sus rabos de cerdo encaminándose al establo.

Te has prometido no esperar a que asome el vello en tu rostro. Te has ido ejercitando en el arte de los bebedizos. Esta mañana no te arrastras ante ella. Levantas una pata, agitas las plumas y ensayas tu primer vuelo.

Si los dioses elevan vientos favorables, abandonarás la isla para siempre.

66. UNA DE MIEDO (Javier Puchades)

—Miguel, me ha llamado otra vez el señor Mariano, el dueño del cine de verano. Dice que no te aguanta más. Que está harto de devolver el dinero y que el público está dejando de ir. Que esta semana has interrumpido las proyecciones tres veces. El lunes, “Lo que el viento se llevó”, justo cuando la protagonista iba a decir eso de: “Juro que no volveré a pasar hambre…”. El miércoles te cargaste el final de “Casablanca”, que no vieron ni despegar el avión. Y ayer sábado, cuando comenzaba la escena de la ducha de “Psicosis”, los dejaste a todos mirando el verde de la pared del frontón.

—Mamá, pero si estaban tapándose los ojos en el momento que comenzó a escucharse la musiquita esa.

—Te he dicho mil veces que no necesitas cubrirte con ninguna sábana blanca para asustar a la gente desde que te atropelló el tren y lo único sano que pudimos recuperar de ti fue tu pierna derecha.

65. Las madres siempre tienen razón (Carlos Sánchez)

Art. 1º.- Las madres siempre tienen razón.

Art. 2º.- Porque lo digo yo y punto.

Art. 3º.- Una madre cocina el mejor cocido y las mejores croquetas.

“¡Cámbiate esa camiseta, por Dios, que huele a chotún! ¡Como te pase algo y te lleven a Valdecilla me vas a dejar en ridículo!”, sentenció mi madre una mañana de verano. Ni me cambié la camiseta ni ella era la bruja Lola, aquella que ponía velas negras a diestro y siniestro. Pero como si de un mal fario se tratase, ese día me rompí el cúbito, el radio y el escafoides. No fui a Valdecilla, me llevaron a la Residencia Cantabria, pero mi madre tuvo razón.

Ahora, pasados muchos años, tengo amigas que confiesan haber roto el juramento que hicieron a tierna edad de que jamás dirían a sus hijos lo que a ellas les decían sus madres. No sabían que no hay nada nuevo bajo el Sol.

Ese mismo Sol que desvela la sombra de una madre cuyo dedo acusador obliga a agachar la cabeza a un párvulo Vladimiro Putin. ¿O acaso creen que Miro no tuvo una madre del artículo  primero?

64 – Blanqueado (Patricia Collazo)

Quisieras colgarte de la soga entre sus dos camisas blancas. Esas que acabas de lavar con ahínco y que flamean brillantes al sol. Ya sabes cómo hacer para blanquearlas y que queden impecables, a su gusto. Muchas cosas has aprendido desde que has llegado al mundo de los adultos.

Quisieras colgarte con una pinza en la punta de cada pie,  dejar que los miedos, las preguntas y el dolor chorreen formando un charco sobre la tierra apisonada del patio de atrás. Estirar los brazos imitando una uve. Flotar.  Quisieras dejar que el aire te penetre, que circule ávido por tus vasos sanguíneos. Y te limpie.

Como cada noche, al terminar, has restregado tu cuerpo hasta no sentir la piel. Lo has sumergido en aceites y sales. En aromas y cremas.  Pero el olor no desaparece. Ni la quemazón. Ni las huellas.

No soportas los espejos. Tampoco la condescendencia con que las otras mujeres pronuncian tu nombre y te tocan el hombro.

Quisieras colgarte de la soga. Y algún día lo harás, te dices para intentar reunir fuerzas. En el patio de atrás. Entre sus dos camisas blancas.

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