Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

LO INCORRECTO

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en LO INCORRECTO

Bienvenid@s a ENTC 2025 Comenzamos nuestro 15º AÑO de concurso. Este año hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores, y el cuarto será LO INCORRECTO. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 de JUNIO

Relatos

91. «Lectoadicción» viajera (Alberto BF)

Jacinto es un adicto a la literatura de viajes. Leyendo de aquí y de allá conoce África mejor que Javier Reverte, ha ido tres veces de La Alcarria al Himalaya en bicicleta, y sin abandonar la montaña ni su mochila ha caminado desde tierras astures hasta Zakopane. Conoce cada palmo del planeta, sin apenas salir de su localidad.

Pese a su afición, al comenzar sus tres semanas de vacaciones anuales, es incapaz de elegir ningún destino que no sea su casa del bosque. Va cargado de libros, sí, pero ninguna de las historias y lugares en ellos contenidas le producen la emoción que experimenta al distinguir una garduña mientras camina por la senda del molino o ver nadar una nutria río abajo desde la ventana de su habitación. Cada noche vive el placer de transportarse a otras latitudes a través de la lectura, pero al amanecer el magnetismo de su entorno hace que todo lo soñado se vuelva de nuevo a sus libros.

Siguiendo esta tónica, cada año parece más improbable que conozca presencialmente otros destinos, pero nadie podrá negarle el honor de haberse convertido, desde su «lectoadicción», en el Estrabón del siglo XXI.

90. Volver (Anna López Artiaga / Relatos de Arena)

El viaje de vuelta siempre parece más corto. Dicen que es porque ya conocemos el camino. A mí, en cambio, se me está haciendo eterno. Seguramente sea porque no deseo llegar a casa. Nuestra casa.

Solo.

El viaje de regreso iba a ser idéntico al de ida. Rebobinaríamos la película y el coche retrocedería marcha atrás, los pueblos se sucederían y los carteles anunciando las salidas de la autopista aparecerían en orden inverso. Los niños se quedarían dormidos en el asiento trasero. Tú me cogerías la mano, que reposaría indolente en el cambio de marchas, sonriendo igual que lo hacías en el trayecto de ida ante la perspectiva de unos días en la playa.

Pero nada es como debiera. Ni siquiera conduzco yo: el collarín me lo impide. Un taxista extrañamente callado se sienta al volante. La vista clavada en el asfalto y, de tanto en tanto, una fugaz mirada al retrovisor vigilando mi silencio. En el hospital le habrán explicado lo ocurrido y prefiere no entablar conversación. Mejor así.

Me esfuerzo, pero no consigo recordar el accidente. Solo luces parpadeantes acercándose. Aquella mano inmóvil sobre la mía. Tu sonrisa convertida en dolorosa mueca.

Y los niños que parecen dormidos.

89. SIEMPRE LIBRE

Lo había sido todo en su profesión:jefe de sección, redactor jefe, delegado en una oficina nacional. Y como recompensa a su buen hacer: redactor jefe en delegaciones iberoamericanas y finalmente delegado en Washington. Sin embargo su vida personal había sido un auténtico fracaso. Por circunstancias irrelevantes su matrimonio se rompió y perdió a sus hijas y su vivienda. Desde entonces vive errante: hoy en la casa de unos amigos, otro día en una habitación de alquiler, en otras ocasiones en el yate de unos amigos… Y tras su jubilación se dedica a tachar sus deseos pendientes: realizar la ruta de la plata, andar el Camino de Santiago, completar la ruta de las ciudades románicas, escribir un libro … Y aunque no tiene un lugar que sienta como suyo, un sofá donde dejar dibujado su contorno, un hogar cálido al que regresar cada noche, este nómada, se siente y vive libre.

88. Resurrección

Indefinible edad, patillas descuidadas, cintura en carnes: mi víctima. El peregrino. La vida a lomos de un viejo Cadillac persiguiendo mi fantasma, de fracaso en fracaso, durante miles de millas por los tugurios del desierto, hasta este cruce de la 49 con la 61 para entregar su alma al diablo.

Aún del otro lado, me miro en sus pupilas. Cegadas por el brillo de las lentejuelas y el bourbon barato, miran sin verme; abstraídas en culminar su fláccida erección en la boca de la prostituta que hace las veces de abnegada admiradora, derrama sobre ellas su luz roja el aviso intermitente del camerino.

Tres minutos.

Momento para encarnar mi estrella sin cuerpo en su cuerpo vencido de rey sin reino e insuflar mi espíritu en su sangre desde el más allá. Atusar a tiempo mi tupé ante el espejo y aceitarlo.

Al ritmo de Jailhouse Rock, ya soy en él cuando pisa el escenario. Son mis caderas las que vibran enfundadas en su traje de ajustado satén. Prehistórico pájaro blanco abre sus alas. El público enloquece. Estoy vivo de nuevo.

Tell me dear, are you lonesome tonight?

No temas, nena, baila conmigo bajo el cielo de Memphis.

87. VIAJERO EMPEDERNIDO (Isidro Moreno)

Ayer, ante la torre Eiffel iluminada y recortada sobre la mágica noche parisina, recordé cuántas veces, ante esa imagen, había intentado seducir a preciosas mujeres que, en su momento, creí que serían mi gran amor de por vida. Cada destello dorado de su iluminación se me antojaba un guiño de ojos, quizás de Adèle que marchó de Erasmus y jamás regresó, o tal vez de Brigitte que me abandonó por un pintor de Montmartre, aunque los recuerdos más evocadores fueron de Marie, quien nunca me llegó a amar.

Hoy, tras unos días de saturación de viajes, de rememorar vivencias y anhelar lugares no visitados, me he detenido ante la estatua de Julieta en Verona. Un turista le acariciaba las tetas mientras posaba para la foto. Otros esperaban turno para hacer lo propio, confiando en encontrar el verdadero amor o, al menos, poder regresar a Verona según marca la leyenda.

Mi lágrima resbaló sobre el rostro de Julieta y, de mi torpe mano, cayó la postal mojada. Como contagiadas, cayeron el resto de postales.

Junto a las ruedas de mi silla, diseminadas por el suelo, aparecían la Tour Eiffel, la estatua de la Libertad, el Coliseo, el Big Ben…

 

IsidroMoreno

85. Las barricadas misteriosas

                                                                                                                    A François Couperin

Bajo el mismo sol que alumbró a Marco Polo, Admundsen, Stanley o Livingstone, supongo que mi sombra se hace más grande y solitaria desde que nos distanciamos.

Me acostumbré a cruzar los desiertos del Sahara, a buscar un cielo protector ante las lluvias de Iquitos, a surcar las aguas del río Congo, a atravesar el corazón de las tinieblas de Tierra de Fuego, a la pasión del cazador solitario.

Bajo el mismo cielo sobrevolé caricias de Bangkok, frutas cimbreantes del Caribe, curvaturas de los valles del Rift, temblores de las desnudas cítaras de Samarkanda, pieles abiertas de los desiertos de la Antártida, abismos voluptuosos del Tepuy. Ensayé con las manos de Couperin su arte de tocar y me despedí con las de Rimbaud y su indiferencia.

Al volver a casa, improviso destinos, zozobro entre la valentía de dejarme llevar y el refugio cobarde de mis libros. Esbozo el plan de una nueva aventura en cada línea trazada en el mapa que conduce al periplo recurrente, al viaje negado, al retorno imposible de tu nombre.

84. Cualquier día

Mi padre fue viajante de comercio. Succionaba colillas de Ducados, sudoroso, ausente. Mi madre siempre estuvo sola, fundamentalmente tras conocerle. La pobre lloraba sobre llorado.

–Siempre estaré contigo –recitó él en el altar.

La mañana siguiente salió a hacer la ruta de la Sierra Norte.

–¡Cualquier día me largo con el primero que pase! –repetía ella, ignorando que yo observaba.

Solía espiarla porque había escuchado a dos tipos jurándose que tenía aquel cuerpo porque era una zorra. A mí me parecía una madre bastante normal, pero necesitaba descubrir si disimulaba.

Así andábamos cuando apareció aquel viajero. Mi padre estaba fuera. Yo hacía divisiones y mamá limpiaba la barra, sorbiendo mocos. El tipo tenía no sé qué aires de buscavidas, canoso, moreno, barbudo. Pidió café. Dio coba a mamá, preguntándole por qué lloraba. Le dijo que era hermosa como su primera novia, con tacto, nada grosero. Mamá sonrió. Siguió soltando tonterías, que tenía aroma a orquídeas y manos de pianista, y ella soltó la bayeta…

Entonces, subí corriendo al apartamento. Minutos después, bajé y aguardé expectante algún indicio de movimiento. Ellos me observaban sin comprender qué hacía allí plantado con mi vieja maleta, inquieto, como si fuera a perder algún tren.

83. El viaje

Abierta sobre la cama, todavía vacía, la maleta sonríe amenazante. El muchacho la contempla con una asfixiante sensación de vértigo en el estómago. Tanto tiempo como lleva soñando con el viaje, tantas noches en vela, tanta ilusión. Y ahora… ese miedo que a traición se le cuela entre las tripas, ese miedo que implacable martillea sus sienes. Pero no puede echarse atrás, ya no. No habrá otra oportunidad, lo sabe. Es este su momento y debe aprovecharlo. Marchar, descubrir el mundo, volar lejos muy lejos del hogar y un día, tal vez, regresar.

《¿Listo? nos vamos, prepárate》, muy suave y muy bajito le reclama una voz al otro lado de la puerta.  Su corazón entonces se acelera, lo siente latir sin control y una inoportuna sensación de claustrofobia lo asalta por sorpresa. Nunca le gustó la oscuridad, sólo fingía ser valiente pero no es ya tiempo de arrepentimientos ni lamentos.  Resignado, muy asustado, respira hondo del modo en que ha practicado durante los últimos días, la angustia cede poco a poco, se desviste, murmura una plegaria triste y dolorida y, al fin, con una pirueta digna del mejor contorsionista, se acurruca dentro de la vieja maleta y cierra los ojos.

82. Nómadas

Huir del viento. Abandonar las casas de paja, y de madera. Apretarse después entre paredes frías, muros quizás, con vistas a ninguna parte.

Saber que el lobo nunca se marcha.

81. Dar la vuelta al mundo y acabar en el sofá

Cuando se jubiló, decidimos que no sería uno de esos viejos que se quedan solos en casa todo el día sin hacer nada, que salen en pantuflas a la calle y cada día caminan más encorvados, como queriendo escuchar lo que el suelo tiene que decirles, así que le compramos unos billetes de avión y le mandamos a conocer mundo.

No se crean ustedes que se marchó con una sonrisa en la cara. Todavía le recuerdo cargando con las maletas y la mochila de madrugada, en la terminal del aeropuerto, diciendo que tenía sueño y quejándose de la cola para facturar. Nos quedamos viéndole cruzar el control de seguridad y atravesando el duty free con cara de pasmado.

Volvió tres meses después con una maleta de más llena de souvenirs comprados en los aeropuertos y las estaciones. Nos contó mil y una anécdotas de hoteles, taxistas y bufés, siempre resoplando y quejándose.

—En la mitad de los hoteles no cogía ni una cadena en español.

Cuando deshizo las maletas y se sentó en el sofá, sonrió por fin. “Como en casa no se está en ninguna parte”, dijo. Había recorrido medio mundo y no había entendido nada.

80. Raíces

Las piernas de Silvia estaban hundidas en la tierra. Sus muslos se tornaron oscuros y acorchados, y en los nudos de los dedos de sus manos florecían pequeños brotes.

Mario no se sorprendió al contemplar la escena, en varias ocasiones la había visto enterrar sus pies hasta los tobillos bajo la fina arena de las playas de Kuta. Pero esta vez parecía serio. Sin tiempo que perder, corrió a la choza, hizo a trompicones las maletas de los dos y regresó a por ella.

Cuando regresó ya asomaba la luna. Silvia estaba serena y parecía dormir. Le habían crecido nuevos brazos en sus dedos y la fronda de su cabellera refulgía como la plata.

Mario notó cómo su cuerpo menguaba poco a poco, cómo se iba transformando.

Al amanecer, empezó a seleccionar ramitas con el pico.

79. Triste lección de Astronomía (María José Escudero)

En la casa, en apariencia abandonada, reina un silencio doloroso. Nadie duerme ni de día ni de noche. Nadie sueña. Sólo Jana suele mirar el cielo a través de una rendija, y en su cara de niña hambrienta se dibuja una sonrisa secreta. Ha leído que, en verano, hay lluvia de estrellas y  que  son tantans que  está segura de que  alguna de ellas se hará cargo de su deseo. Pero, en agosto, los soldados golpean con fiereza  la puerta; arrastran a su padre y humillan a su abuelo. Luego, abren fuego sin piedad y sin ningún  decoro. Y, mientras se escuchan carcajadas estridentes e inhumanas, unos trazos luminosos se desploman  sobre los muros del gueto de Cracovia.

Ahora Jana viaja en un tren abarrotado de  meteoros exhaustos que suspiran resignados. Junto a ella, una mujer, que no es su madre, la agarra sin fuerza de  la mano, y una estrella estafadora se le ha prendido en la solapa del vestido que antes fuera  de su hermana.

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