Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

53. Como los gatos ( Arantza Portabales Santomé)

Yo era uno de los pasajeros del Yak-42. Esa fue mi quinta muerte. Y fue muy traumática. Mala, lo que se dice mala, no. Rápida. Indolora. Pero estúpida y evitable. No como la primera. La primera, la del semáforo, esa sí que no pude evitarla. La segunda la malgasté con la heroína. La tercera fue un atropello común. De nuevo fue culpa de un semáforo. La cuarta fue la más devastadora. Leucemia. La quinta… De la quinta ya he hablado. La sexta fue producto de las estadísticas. Soy uno de esos gilipollas que se parten el cuello al resbalar en la ducha. Así que he comenzado este año, como el resto de los humanos. Con las horas contadas. Convencido de que esta vida, la última, la disfrutaría al máximo.
Pero no contaba contigo.
Te vi a lo lejos. En el semáforo de Callao. Al igual que aquella tarde. Con un abrigo rojo, y tu pelo trigueño un poco más largo. Estabas más delgada. Pero eras tú. Al verte, el corazón se me salió del pecho. Se me paró de repente. Y quince años después, el muy estúpido, volvió de nuevo a partirse, dolorosa e inevitablemente, en dos.

52. CAMILO (Belén Sáenz)

¿Te acuerdas, Camilo, de aquella vez que fuimos a los campos de lavanda? Fue en el primer verano de tu vida. A media mañana el calor pesaba como una manta inerte y te refugiabas con tus patitas cortas bajo los planteles floridos, burlando al sol cegador de Castilla y a las afanosas abejas. Yo te iba siguiendo por las hileras ordenadas. Donde se agitaban las flores a tu paso, o donde se entretenía en husmear tu hocico novato. ¡Qué risa! Pero luego una nube pirata surcó el cielo y cambió las reglas del juego. Las ramas me aprisionaban los tobillos y sentí el vértigo de perderte. Sobre un silencio detenido te llamaba, agonizando en una confusión lila, morada, malva. Y tú, mientras tanto, estabas negociando con tus ojos tristes de cachorro. El chaval, sentado al borde del camino, no tuvo más remedio que rendirte su almuerzo. Pellizcos de pan, alguna propina de filete. ¿Qué reprimenda merecías? ¿Cómo reprocharte tu fino olfato y tu glotonería? Cuando se desbarató el hechizo de aquel laberinto de surcos cultivados, cuando por fin llegué a tu lado, cuando te levanté del suelo para abrazarte fuerte y recuperarte, aún tenías el lomo fresco y fragante.

51. Aullidos

Ladraba el perro allí, escondido en la colina. Su miedo a envejecer era tanto… tanto. Sus amos lo habían dejado abandonado en aquella carretera. Sin nombre, desahuciado. Aullaba, sin recordar, no recordaba nada. Fue un regalo de los Reyes Magos a aquella familia. Entonces era un cachorro de pocos meses. !Cuánto lo querían! !Cómo reían sus gracias! Ahora los hombres de blanco lo persiguen, para encerrarlo. Ha perdido la memoria. Del presente no recuerda nada. Del pasado ¿Algo? No quiere que lo encierren (Estuvo tantos años atado). Solo sabe que ahora lo han sustituido por un joven señor gato.

 

50. Guau y Miau

Juanito, “el marejhaílla” para los pescadores, gasta verbo fácil y siempre tiene una palabra y más, un relato farragoso de marinerías para quienes se acercan a su rincón en la barra, donde vive ininterrumpidamente de sol a sol, como farero del mar de la alcoholemia. Pero si le llenan su copa de número cinco, ese vino corriente del que es amigo íntimo y con el que habla de continuo, despliega su arte de borracho de cantina y transmuta en estentóreo actor; suspende – grandilocuente – un aspaviento en el aire y, obsequioso, se dobla por la cintura y agradece reverencial la invitación.

Cuando Luis, el dueño del bar, se dispone a echar el cierre, Juanito es ya un guiñapo meado sobre la última mesa del salón. Como cada noche, el pacientísimo Luis, sale y silba largo y fuerte hacia el fondo oscuro del callejón del puerto. Solemnes, moteados de basura y farol, comparecen Guau y Miau.

Capitán Marejhaílla, braceando entre los batientes de la puerta, ordena balbuceante: “¡Rumbo norte!”. Miau, delante, orienta la proa camino a casa; Guau, a su espalda, entierra el hocico en la entrepierna del patrón fijando el balanceo y empuja, cuesta arriba, marcando el ritmo oscilante del navío.

49. Cuestión de números y paladares

El mastín contó de nuevo las ovejas. Faltaba una. Miró hacia la colina, donde el lobo devoraba un conejo, y le preguntó. Este le contestó que estaban todas. Así que el perro las contó otra vez. Seguía faltando una. Desesperado, el perro ladró y gimió. El lobo escupió los restos de conejo, se puso la piel de cordero y bajó al corral para que al mastín le salieran las cuentas. El viejo chucho le caía bien al lobo, aunque aún no sabía cómo se las iba a apañar para que las cuentas cuadrasen cuando devorase otra oveja, pues ya estaba harto del sabor insípido de los conejos, liebres y algún que otro gallo de corral.

48. TRIBUTO

Cuando el último rayo de luz de la tarde se desvanece, la noche invade cada rincón del pueblo. Para entonces, sus habitantes no han tardado en refugiarse dentro de las casas, con las ventanas cerradas, las chimeneas apagadas y los portones atrancados. Tan solo la tenue llama de los candiles rompe la oscuridad iluminando sus caras temerosas. Permanecen quietos, salvo por algunos escalofríos, a la espera. Fuera, la noche viene acompañada del ulular del viento y otros ruidos, como silbidos lejanos, que poco a poco dejan claro el sonido de ladridos que se acercan a toda prisa. De un tiempo a esta parte atormentan a estas almas desvalidas, recorren las callejuelas y golpean a su paso las aldabas que encuentran. En cuestión de minutos, que parecen eternos, retorna el silencio, pero nadie se atreve a moverse. Y no lo harán hasta el amanecer, para tras comprobar las huellas de los canes en el camino, descubrir que un nuevo recuento en la plaza deja constancia de quien falta esta vez.

47. Prohibida la entrada

Martín observa a unos curiosos tipos desde los ventanales del café. Con los ojos perdidos en el vacío, como animales encerrados en una jaula de cristal, parece que miran pasar el poco tiempo que le queda a la prórroga de sus vidas. Suerte que Andrea no pueda ver tan deprimente retrato, antes de entrar. Ella lo suelta, despliega su bastón y atraviesa la puerta giratoria con tanta decisión, que al empujarla se enreda en un traspiés desafortunado. Algunos parroquianos hacen ademán de levantarse, pero las gafas oscuras de la chica los detiene y dejan su cuerpo desparramado en el suelo, no sea que venga pidiendo limosna y los ponga en un aprieto. Martín ignora el cartel de la fachada y cruza el umbral para socorrerla. Andrea se sacude el vestido y, tras recuperar su dignidad, vierte unas palabras de las que se arrepiente cuando ya han salido de su boca: «Sois todos unos perros». Entonces acaricia el lomo de su amigo, le susurra unas palabras amables, y se marcha de aquel tugurio sin saber que su fiel compañero se está preguntando de qué raza serán tan extraños semejantes, y por qué a ellos sí los dejaron entrar.

46. El cordel

—¡Estate quieto! —amenaza el viejo al chucho—. ¡Como te muevas, prepárate, cabrón!
El animal tira del cordel que lo mantiene sujeto a una papelera reventada, y gime mientras acompaña con los ojos el deambular torpe de su amo hasta el bar. Los dos son vecinos míos y sé de qué habla el viejo; los tabiques del antro en el que vivimos son papel de fumar. Me asquea la mirada babeante del perro tras los pasos del bruto, sin embargo lo desato y le digo que se pire. No parece entender.
—Gilipollas —le espeto—, ¡lárgate!… Y le arreo una buena patada.

44. Arriba y abajo

En el caos de objetos apilados en el bazar subyace un orden que conoce bien. Como inquilino más veterano de la tienda, se jacta de haber ascendido en su jerarquía imaginaria de estantes hasta alcanzar el más próximo al techo, donde el polvo de escayola empieza a manchar su piel moteada. No le preocupa en absoluto. Se lo sacudirá en cuanto sus patas regresen a la comodidad de un tapete de ganchillo en la bandeja trasera de cualquier coche y su cuello cobre vida de nuevo, con ese balanceo que asentirá feliz a quienes le observen desde el exterior de la luneta.

Hasta entonces deberá esperar, inquieto por tantas novedades, plástico y zumbidos electrónicos, dedicado a la vigilancia paciente de su rival: el usurpador del espacio privilegiado tras el cristal de la puerta. Con sus colores chillones de purpurina sobre chapado rojo del barato y ese ridículo movimiento a pilas de una zarpa que no atrapa nada.

43. AFINES

Como había perdido el habla no le resultaba fácil dar compañía. Solo toleraba la silueta distante de un gato bizco, enclenque, que había sobrepasado el umbral de su séptima existencia. Se evitaban, aunque a veces por descuido, entrelazaban sus sombras cuando erraban por el caserón. El viejo no jugaba desde lo del accidente. Le daba algo de ansia cuando llegaban los campeonatos; pero buscaba entretenimiento y se olvidaba. Una tarde vinieron a buscarlo. ̶Hombre, no dejes pasar la ocasión, además ha preguntado por ti. Aunque los echó de casa no paraba de darle vueltas. El día señalado se caló la gorra y apareció en el casino. Enseguida se vio sentado frente al adversario; las figuras impacientes en el tablero, el corrillo apiñado. Mataron a los peones prescindibles, dejaron actuar a damas y alfiles. Con la ventaja consumida, pensó en un ahogado, para salvar el tipo. Desde una arista fría de la sala lo observaba el minino estrábico, que exhibía sus garras quebradizas. El anciano lo interpretó como un exhorto a la batalla. Aguzó los sentidos, calculó, transpiró, embistió; pero acabó perdiendo. Recogió la boina. Seguido por el felino endeble, abandonó derrotado el penúltimo combate de su vida.

42. MONÓLOGO INTERIOR

Tengo un perro: un golden retriever, creo que se dice. Tengo que sacarlo tres veces al día, de casa al parque y del parque a casa, llueva o haga sol. Tengo dos hijos que nos lo pidieron a su madre y a mí cuando eran pequeños y accedíamos a todos sus caprichos. Tengo que hablar con ellos –cuando los vea–, porque no lo sacan desde hace meses. Tengo una exmujer que me dejó con el perro, cuando era ya un golden retriever enorme y algo bobalicón. Tengo que hacer que haga sus cosas –al perro me refiero–, y tengo también la técnica adecuada para eso, que no es fácil. Tengo que dejar de pensar todas estas cosas, me ha dicho el médico, y tengo que ser positivo, me ha insistido. Tengo que decidir ya de una vez dónde voy a dejarle la nota al señor juez.

40. BULLDOG BULLYING (Antonio Bolant)

Me dirigía a clase. Era martes y en mi muñeca faltaba el reloj que mi padre heredó de su abuelo. Ya no le bastaba con mis almuerzos, con insultarme, con humillarme. Ayer hizo algo más que robármelo, había empezado a desmantelarme el alma.

Tanto retumbaba en mi cabeza el eco de la ira que olvidé cambiarme de acera, como solía, para evitar el adosado de mi vecino. Su imponente Bulldog aprovechó entonces para lanzarme sus graves ladridos con mayor furia de la acostumbrada. Aún no sé cómo, pero, en lugar de huir, me acerqué hasta notar su aliento y golpeando la puerta enrejada le grité: “¡Déjame en paz, maldita bestia!”

Sin más, retrocedió interrumpiendo de inmediato su embate, comenzó a balancear su cola y se tumbó despacio ofreciéndome su mirada, ahora calmada. Mi perpleja frente, apoyada en los barrotes, fue deslizándose hasta acabar sentada ante el silencio ensordecedor de esa mirada que escuchaba: “Durante todo este tiempo…, cada mañana…, sólo querías que reaccionara…, por eso ladrabas cuando salía hacia el instituto, por eso callabas cuando regresaba cabizbajo…”

Asentí acariciándole el hocico a través de la verja, me levanté y empecé a caminar mientras me apretaba con fuerza la muñeca izquierda.

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