Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SERENDIPIA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en SERENDIPIA

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LA SERENDIPIA. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE NOVIEMBRE

Relatos

152. ET DIABOLUS DIXIT

Juan, recién llegado a casa, desbordó el sofá. Un legajo a medio plegar jugaba al trapecio entre sus dedos. «¿Delito contable yo? ¡Por Dios, si sólo fue un error!» Dijo en voz alta.

Su mente languidecía y su mirada se perdió en la librería. Viajó en el recuerdo y se encontró otra vez en el día que halló el enorme gato negro de su exmujer  atemorizado y escondido bajo una manta.

Con un profundo suspiró rememoró el miedo cuando descubrió en la librería un vacío. En el suelo el legado del abuelo: cristales rotos y restos de un soporte hecho en madera tallada con sus arbotantes adornados con gárgolas y sus pináculos ahora quebrados.

Y entonces aquella voz desagradable: -¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!, porque recorréis el mar y la tierra para hacer un prosélito…

Mirándole a los ojos, sentado con los pies colgado sobre una copia del Tractatus de Penientia estaba el pequeño diablo que por doscientos años fue recluido en una esfera de cristal. Ese quien es principal en las hordas de Belgefor y responsable de las faltas de los escribas y copistas en los escriptoria, Titivillus, que concluyó su prédica con una sonrisa socarrona: –Mateo 23:15.

151. Maite y su Sultán (Juana Mª Igarreta)

Sultán era el perro de Maite. Compañero de juegos y risas, y también paño de lágrimas. En verano, cuando las tardes rezuman horas luminosas, eran dos en uno. Sincronizaban silencios en las furtivas incursiones que, con el fin de trepar a los cerezos, hacían al huerto de los vecinos. Maite, con aquellas carnosas y sonrosadas bolitas rabudas, improvisaba pendientes que decoraban sus orejas y las de su amigo, así como largos collares cuyas cuentas acababan siendo objeto de una apetitosa merienda.
Al oscurecer, la niña contemplaba cómo los últimos rayos de luz reverberaban sobre el suave pelaje rojizo del can, adelgazando su silueta hasta hacerla a los ojos casi desaparecer. Ella se acercaba para acariciar al animal y confirmar que seguía estando allí.
Antes de que la familia se mudara a un piso de la ciudad, el perro enfermó. Un día, al atardecer, su padre se lo llevó al campo y regresó sin él. Maite, refugiada en su dolor, escuchó hablar a sus padres en sollozante susurro: “Ha tenido una buena muerte”. Ella tardó mucho tiempo en comprender esas palabras. Sí entendió que esta vez el sol se lo había llevado para siempre.

150. Somos como somos (María Elejoste – Mel)

—¿En blanco y negro? Nooo, ¡es mentira!

—Que sí, pequeñajo, los perros no ven los colores, lo dimos en clase de Ciencias.

—Pero Toby ve perfecto, coge las pelotas en el aire y todo.

—A ver, so bobo, que ve bien, pero no distingue los colores: los perros son daltónicos.

—¿Quueeé?  ¿Qué es eso? ¿Quieres decir que es medio cegato?

—Sí, algo así. No ven los colores como nosotros, son bichos defectuosos… como tú, que eres tonto.

—¡Toby no es defectuoso, mamá dijo que era perfecto para mí!

—Claroooo, tu perrito también está enfermo, él no ve los colores y tú no sientes dolor. ¿Ves, a que no te duele?

—No me pellizques, bruto, que me sale moratón.

—Oh, sí, y se pondrá rojo, y morado, y verde, pero Toby no lo verá y a ti no te dolerá.

—Deja a mi perrito en paz, él no tiene la culpa de ser dalto… dalto lo que sea, ni yo tampoco. Los médicos dicen que soy como somos todos.

—Dicen «Cro mo so mas» y por eso te quieren más a ti.

 

149. Apariencias

Aunque él era negro, había oído muchas veces eso de que de noche todos los gatos son pardos. Eso sí, estaba seguro de que quienes lo decían, no la conocían a ella: deslumbrante, distinta, quizá extranjera; inalcanzable, al otro lado del cristal. Por ella cada noche se aventuraba en aquel barrio extraño; únicamente para verla y observar hipnotizado sus movimientos armónicos, su brillo, su collar rojo y esos exóticos caracteres tatuados en su piel. Además, intuía que ella cambiaría su suerte, mientras se acercaba y observaba sus ojos ausentes y el rítmico balanceo de su brazo izquierdo bajo el rojo neón del restaurante chino.

148. Inseparables

El viejo coronel recorre las calles cuando la luna alumbra, los cierres de las tiendas están echados, los cubos de basura rebosan, los bares escupen a los últimos borrachos y entre las sombras de algún portal entreabierto espera una mujer desesperada. Su fiel Relámpago no le pierde el paso desde hace un año, desde que lo recogió con los ojos apenas abiertos y aún sin dientes. Desde que le amamantó con un guante de goma y leche caducada. Cada atardecer, como un prodigio de seis patas, abandonan su esquina, cerca de la iglesia, inseparables. No es la mejor, esas se las quedan los fuertes, los que tienen perros más grandes, los violentos; pero da para unos tetrabrik de vino peleón y algo de comer que compran en el chino; sobre todo para el chucho que sigue creciendo. Mientras su dueño avanza arrastrando los pies, el perro va y viene, escudriña las aceras, con instinto cazador señala la pieza si olisquea comida entre las basuras, marca territorio sobre las puertas de los garajes, espera, si al viejo le despachan en alguna tasca inmunda o si las monedas que quedan, y el vigor, le alcanzan para una mamada en aquel portal perdido.

147. Noches de perros

El perro no me deja dormir. Todas las noches me despierta. En cuanto me duermo comienza a ladrar. Lo hace sin parar, como se ladra a los desconocidos que merodean las casas ajenas, como se ladra a los miedosos y a los desconfiados. Nos fuimos a vivir al campo para estar tranquilos, para que nadie nos molestase, pero el maldito perro no me deja dormir, y los ladridos no cesan, se repiten una y otra vez, en medio de la noche, superponiéndose unos a otros, clavándose en mi cabeza como colmillos afilados, hasta que me despierto. Justo entonces se calla. Yo sé que solo espera a que me vuelva a dormir, porque cuando lo consigo se pone a ladrar de nuevo. A mi mujer y a mi hijo los ladridos no les molestan. Ellos están encantados con el perro, pero yo necesito dormir. Por eso, me he deshecho de él. Sin decirles nada, lo he metido en el coche y me lo he llevado lejos. Tan lejos que no podrán encontrarlo, tan lejos que nunca conseguirá volver. La tranquilidad apenas ha durado unas horas. Esta noche ha sido el llanto de mi hijo el que me ha despertado.

146. Náufragos

A Duque

Cuando comenzaba a flaquear, vi el bote. Pensé que no había nadie a bordo, pero al tratar de subir un gruñido me contuvo. Un perro de respetables colmillos custodiaba el cuerpo de un hombre. Permanecí en el agua un rato más, hasta que el perro dejó de gruñir. Ya sobre lo seco, encontré varios bidones con agua; bebí con fruición, y el can apartó la cabeza del pecho de su amo. Vertí un poco en mi palma y se la ofrecí. Bebió con idéntica fruición; varias palmas. Luego me aproximé al hombre que, como supuse, estaba muerto. Acaricié la cabeza del perro y cubrí el cuerpo del difunto con una manta. Había en el bote algunas provisiones que tampoco dudé en compartir con mi nuevo amigo. Cuando éstas se acabaron, me las ingenié para pescar. A él le costó más que a mí acostumbrarse al sabor de la carne cruda. Podría decirse que pese a las circunstancias todo marchaba bien, a no ser por el hedor del cadáver. Una mañana, ya harta mi nariz, lo arrojé al mar. El perro me miró, bajó la cabeza y se lanzó tras su dueño. Cuando me rescataron, llevaba cinco días sin probar bocado.

145. Incertidumbre

En una isla, en lo más profundo de ningún lugar se emplazaban un puñado de infames que ponían en el blanco de sus chanzas a una rareza andante, a un tipo vulgar de andares desgarbados, sin cicatrices, ni dientes podridos, ni parche; que quería ser pirata, como ellos, y que a falta de loro para mayor mojiganga se hacía acompañar de un perro patán de ojos tranquilos y orejas desfallecidas sobre la cara. Hasta que los ingleses quisieron tomar la playa y perdieron al encontrarse a aquella ralea de holgazanes desconcertantemente sobrios de buena mañana. Detrás de las cabezas de los de la Pérfida rodaron el ron, las carcajadas y la bromas; esas que se van de madre y acaban con el bufón en un hoyo a dos metros bajo tierra con un mal cuchillo clavado de costado. El chucho desde entonces se recuesta en la entrada de la taberna y solo levanta la cabeza cuando sale el asesino de su amo. Menea el rabo, le sigue, disfruta la noche estrellada y saborea el miedo cerval de aquel canalla que al verlo camina ligero maldiciéndolo sin atreverse a separar la mano de su espada; aunque él nunca lo ataca.

144. Una pareja feliz

Cuando nos fuimos a vivir juntos ella se trajo a su gata y yo a mi perro. Al principio temimos que la relación entre ellos fuera complicada y la verdad que en un primer momento les costó reconocerse, se miraban con recelo y se pasaban el día guardando sus distancias, pero poco a poco empezaron a aceptarse y a compartir el mismo espacio y los mismos juegos. Hoy se han vuelto inseparables y da gusto verlos quererse. Mientras, nosotros hemos ido descubriendo lo difícil que es nuestra convivencia y de la alegría de iniciar una vida en común hemos pasado a las discrepancias, los reproches y las discusiones constantes. No hemos tenido más remedio que admitir que somos incompatibles y que deberíamos separarnos, pero mirándolos a ellos no nos perdonaríamos romper una pareja tan bonita y tan  feliz.

143. Felis silvestris

Algunas personas opinan que tengo un carácter arisco y que saco las uñas a la mínima,  como los gatos. Puede que tengan razón. Y puestos a comparar, yo me veo más parecido a Garfield que a catwoman. Prefiero atusarme los bigotes a depilármelos. Lo de corretear por los tejados me parece arriesgado y cansadísimo; yo soy más de siesta en el sofá. Y por la noche, que todos los gatos son pardos, a la cama, a dormir. Tampoco me va el rollo del látigo, me gusta más que me acaricien detrás de las orejas. Me encanta comer cualquier cosa a cualquier hora, lo de las dietas tampoco es para mi. Y la ropa ajustada… uff, no, mejor andar por ahí en cueros, pero de los otros.

142. Calicó

            En verano me gusta dormir en la habitación que da al patio de luces, es más fresca y el murmullo de las conversaciones de los vecinos me arrulla, tal como yo hago con Calicó. El se comporta como un dios con su actitud indolente al paso del tiempo, sentado sobre sus patas traseras con la cola enrollada sobre las mismas. Esa noche, sin embargo, fue diferente. Estaba casi dormida, cuando un ruido de cristales rotos me despertó. Del piso de arriba brotaban ruidos de muebles al caer, gritos y sonidos de lo que a todas luces parecían de una pelea: «te voy a matar», «por dónde has entrado», «mátale, que se escapa» fueron frases que escuché perfectamente.

            Aterrada, llamé a la policía conminándoles a que llegaran lo antes posible. Después, busqué a Calicó para encontrar en él consuelo a mi desasosiego, pero no lo encontré hasta que llegó la policía.  

–Policía, ¡abran!

            Cuando mi vecino abrió la puerta dejó al descubierto un campo de batalla. Muebles destrozados, cristales rotos, cortinas por los suelos y para nuestra sorpresa, mi gato salió caminando con la elegancia de un emperador de la China mientras jugaba con un ratón entre sus fauces.


141. Catus

Catus

 

Esa mañana me sentí observada. El sol golpeaba con toda su furia sobre el vidrio del ventanal, las plantas de la sala abanicaban sus hojas amenguando el calor. La vereda emanaba vapor y los que la transitaban no paraban de quejarse mientras se secaban los sudores.

Después de unos cuantos minutos, corrí la cortina transparente y al inclinar mi torso nuestras miradas se encontraron. Allí estaba guarecido bajo el follaje, con el cuerpo estirado como un elástico, la cabeza erguida y la vista clavada en mí.

Pasaron los días, y yo seguía con mi rutina, conmovida por su presencia y la profundidad de sus ojos amarillos que se mezclaban con la espesura de sus rayas.

Una tarde al terminar mi jornada, salió silenciosamente de entre las ramas. Con paso corto y movimientos lentos comenzó su andar. La cabeza se le caía entre las patas.

Decidí seguirlo. Hicimos una cuadra, llegamos a la esquina, cruzó la calle y se detuvo en la puerta de una casa deshabitada. Recorrió los rincones, dio media  vuelta y se fue.

Cada vez que abro la alacena y veo la caja de su alimento, la boca se me llena de saliva imposible de tragar.

 

Alas de viento. 2017.

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