Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SERENDIPIA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en SERENDIPIA

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LA SERENDIPIA. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE NOVIEMBRE

Relatos

70. Un manojo de cebollas

Vestida de negro y con una regadera agrietada venía todas las mañanas a mi garita, situada frente a los jardines del geriátrico, y me pedía permiso para poder regar las plantas. Yo siempre le decía que no podía hacerlo. Era política de la empresa el no dejar que los ancianos andasen pisoteando los parterres de los que yo era el encargado, entre otras cosas. El último día que la vi me contó que tenía un huerto en el pueblo, en el patio trasero de la casa en la que nació, y que le gustaría ir a verlo y, ya de paso, recoger un manojo de cebollas frescas. Le dije que eso era imposible ya que en la zona en la que estaba su casa, y en los terrenos de alrededor, había ahora una gran urbanización de chalés que se quedaron sin terminar cuando quebró la empresa constructora. Al día siguiente encontré la regadera en la puerta de mi garita. Semanas después, la mujer que siempre vestía de negro murió, y yo me compré un pequeño huerto en el que sembré cebollas.

68. MUJER DIEZ CON ATENUANTES (Rafa Olivares)

—Pues mira, Tomasa, te cuento; esa madrugá, como toas, me levanté al canto de los gallos. Prendí la leña del horno que había dispuesto la noche de antes, amasé la harina  y la puse a cocer. Luego le eché hierba fresca a los conejos y alpiste a las gallinas antes de recoger los huevos de la puesta. Ordeñé las vacas y saqué al camino las cántaras pa cuando pasaría el furgón de la lechera. Marché al prao con las cabras pa que pastasen mientras daba riego al bancal de hortalizas, podaba los almendros, recogía los frutos que apuntaban a madurar y segaba los cereales del sembrao. De vuelta a la casa, ya atardeciendo, iba a rastrillar la maleza del patio cuando mi Manolo, que se acababa de levantar, me pidió que le rascara el espinazo. Con diez años ya de casados me venturaba lo que vendría de seguido, y que aluego después enfilaría pa la taberna a echar la partía de toas las noches. Si le pasé por el lomo el rastrillo fue porque lo tenía a mano y maliciaba que procuraría mayor alivio. ¡Y vaya si procuró! Solo por eso me dieron este descanso. Tres años y un día.

67. FRUTOS COLOR ROJO SANGRE (Paloma Hidalgo)

Por una hija, que no hará una madre. Por una hija buena, que a su vez es madre, y una ilusa que cree que su marido volverá algún día de la capital, qué no habría que hacer. Ya la convencí para que plantara los lamuyos, alguna tomatera, las fresas, y las sandías. Los cerezos ya estaban, también los granados pero necesitaban la poda que, al fin, les ha dado. Pobre hija. Lo único que crece con brío son los nomeolvides que plantó junto al pozo la infeliz cuando él se fue a vender las vacas. Aún es pronto para saberlo, pero creo que será lo mejor que haya podido hacer por ella: soy tan roja, tan puñeteramente roja como los frutos que pronto darán en abundancia, y tan vieja, que como las gallinas haré buen caldo. Ahora solo me queda convencer a Braulio de que acepte enterrarme en el huerto, cuando vuelva borracho, bien borracho a la noche, porque de matarme ya me encargo yo, y a los necrófagos, depredadores, insectos y artrópodos, ¿quizá embadurnándome antes con algo putrefacto?, de que una vez confirmada mi presencia bajo tierra, sean eficaces. Y rápidos. Mucho.

66. MIEDOS (Yolanda Nava)

Los que afirman haberla visto alguna vez, no dicen toda la verdad. Quienes describen que por pies tiene raíces y que en lugar de pelo le crecen hojas que verdean en primavera y caen en otoño, fabulan. Igual que aquellos que sentencian que tiene los ojos inflamados de fuego.

Los sonidos que estremecen al pueblo algunas noches no son aullidos de lobo sino lamentos que salen de su boca, dicen otros. Y todos culpan a sus supuestos poderes de la última sequía.

Las madres prohíben a sus hijos salir del pueblo y el alcalde está pensando en crear patrullas nocturnas para protegerse.

Ella se acerca a ellos con el sigilo de una víbora, sin ser vista. Observa fascinada a las mujeres cargando con sus crías, portando agua, amasando pan y cansancio en sus hornos, faenando en la tierra con alegría. Desea ser una de ellas, pero el miedo gana la batalla y la lleva de regreso al único lugar seguro que conoce, montaña arriba.

65. TEMPO LENTO (GINETTE GILART)

El sol asoma por detrás de la colina, y canta el gallo. Julia se despereza un momento, se levanta, abre los postigos y respira hondo el aire fresco y puro del campo; empieza su día. Al quedarse viuda tuvo que vender las vacas y transformó la cuadra y el pajar en apartamentos rurales que alquila a los turistas. Hoy se irá la pareja inglesa y llegará una familia de Madrid. Ha conservado el gallinero y se apaña con el pequeño huerto donde cultiva tomates, lechugas, cebollas y otras verduras. A los urbanitas les encanta las ensaladas que prepara con productos tan frescos. También elabora mermeladas con las frutas silvestres que encuentra en sus largos paseos. Cuando llega el invierno tiene menos trabajo, entonces se dedica a fabricar pulseras con semillas e hilos de colores, bolsos de tela y alguna colcha de patchwork que luego vende en el mercadillo del pueblo vecino. Una vez por semana suele acudir al club de lectura de la biblioteca municipal y ha empezado a escribir poesía.
A veces recuerda su vida en la ciudad y para nada la añora; demasiado ruido, demasiada gente, demasiada prisa.

64. TOÑI ES UNA MUJER DE PUEBLO ¿QUÉ PASA? (Ana Tomás García)

Toñi tiene el transistor encendido, como cada mañana; está fregando los platos, pendiente del puchero. Aprovecha la ventana de la cocina para controlar al ganado que pasta en el prado, pero se pierde pensando en el bizcocho de naranja y en el frío que tendrá su Manolo sembrando en mitad del campo. En esas suena una canción por la radio, You can leave your hat on, aquella famosa canción que fue banda sonora de aquella famosa película que vio cuando tenía dieciocho años, y su cuerpo, sin darse cuenta, se deja llevar. Baila arremangándose la falda con las manos mojadas, salpica de gotas los azulejos y los cristales de la ventana, se suelta el pelo y se sumerge de manera espontánea en un éxtasis que la libera de modo inconsciente de su rol aburrido de ama de casa. Pero entonces, irrumpe una cuña de propaganda, las coles y las naranjas estarán de oferta toda la semana. Se recoge el pelo, pasa la bayeta para secar el agua y saca el bizcocho del horno para decorarlo con unas ricas pasas. Toñi es una mujer de pueblo, pero también le gusta la marcha ¿qué pasa?

63. La novedad (Susana Revuelta)

—¡Nunca había visto nada igual! —aullaba la muchacha señalando fuera de la gruta.

―Tranquilízate, Mika ―gruñó la madre alargándole un cuenco con un mejunje verde.

—¿No hay nada para picar?

—¡Deja eso, que es el aperitivo de tu padre! —exclamó arrebatándole una escudilla llena de lombrices—. Toma ―añadió ofreciéndole un trozo de carne sanguinolenta―: hígado. ¿Qué ha pasado?

—Pues que estaba haciéndome un collar de flores…

—En eso no has salido a mí —la cortó disgustada—. Siempre dispersándote con tonterías. ¿Cuándo sentarás la cabeza?

—¿Continúo —bostezó Mika— o me echo una siestecilla?

—¡No! Sigue…

—Fue un espectáculo. Comenzó a llover y cayó un dios del cielo, como decís papá y tú. Pero era un rayo; no, no pongas los ojos en blanco, mamá: era un rayo normal y corriente. Entonces partió el tejo donde estaba apoyada, menudo susto. Y ahí que aparece el Gori.

―¿Y qué hizo el mamarracho de tu marido?

―Agarró una rama encendida y corrió donde los otros cazadores. Fíjate si será memo que se le cayó encima del mamut descuartizado y se pusieron todos a comer ¡carne quemada!

—Por favor, ¡qué asco!

—Sí…

Mika se quedó pensativa, salivando, contemplando el humo a lo lejos.

 

 

 

62. Motes

«La Endrina» era antropóloga, por más que su analfabetismo le hubiese impedido siempre conocer dicho concepto. Iniciada por su abuela, tenía en sus convecinos un excelente material de trabajo. Podía catalogar a cualquiera con solo mirarlo. Pero era escarbando en los nombres de cada árbol genealógico, motes exclusivamente, donde hallaba su mayor fuente de información. Apenas tenía que retroceder dos generaciones para enriquecer el apelativo particular con varios de índole familiar e incluso racial, si bien estos últimos, tras siglos de incesante mezcla, no solían ser demasiado acertados.

«La Endrina» vivía con «El Belfo», un viudo más cristiano que judío, aunque menos que moro y gitano, y de abuelos «Lechuzos» y «Escuerzos». Aquella tarde, sin embargo, fue ella quien abrió la puerta a aquel forastero. Había llegado al pueblo preguntando por un tal Francisco Castillo López, con quien había hecho el servicio militar, y alguien lo había enviado hasta ella. Conocedora exhaustiva del «registro civil», le bastó escuchar aquel nombre para asegurar categóricamente que no era del pueblo. Pero el desconocido siguió insistiendo hasta que finalmente, como último recurso, sacó una foto de ambos. La antropóloga casi se desmaya al ver aquel muchacho de tez morena y prominente labio inferior.

61. DE VOTOS Y FORTALEZAS

Adalberto Ruipérez casose tiempo ha con Agapita Rebolledo, buena moza y mejor preparada para los deberes conyugales. Veíase en el pueblo, pero apenas decíase en voz baja en murmullos de mercado, lo desigual de su convivencia. Agapita, mujer fuerte, de anchos brazos y ánimo recalcitrante, pasábase el día cuidando los campos y la granja, de sol a sol como solía decirse, aunque fueran estas tierras más de cielo encapotado y lluvia persistente; mientras que, a Adalberto, podíase verle a casi toda hora frecuentando las tascas con el brillo opaco de la cerveza tras cada mirada. Los murmullos encontrábanse siempre con la fe cristiana como motivo de resignación pues lo sacramentado ante el Señor roto no podía ser. Y, en virtud a eso, pensaban que Agapita consentía.

Pero quiso la tentación que Adalberto, seguro de la docilidad de su esposa, quebrantara sus votos con una muchacha de cabello rizado y espigada figura. Y quiso la inevitabilidad de los pecados siempre transmitidos de boca en boca en pueblo pequeño, que Agapita se enterase. Adalberto descubrió aterrado, momentos antes de finar, que su mujer fuerte, de anchos brazos y ánimo recalcitrante sí podía molestarse y alzar hacha para algo distinto a cortar leña.

60. Ancestros

Cuando Emma nació heredó su mata de pelo amarillo y su mirada limpia de ojos pardos.

Una mirada curiosa que ahora observo saltar de letra en letra, mientras canta en voz alta sílabas recien aprendidas de su cuaderno infantil.

Esas mismas letras que antaño bailaban desordenadas en otra cabeza y que a unos  ojos como los suyos tanto les hubieran gustado unir, una tras otra, hasta crear palabras, frases, historias, mundos.

Esos ojos pardos en otro tiempo regados por lagrimas ante un privilegio solo reservado para su hermano, quien por ser varón y tener la obligación de escribir desde el servicio militar, había podido acceder a el. Su destino fueron otros menesteres que curtieron sus manos, tostaron su piel y  nunca consiguieron apagar aquella inquietud.

A ella quisieron enterrarla sin saber que era una semilla. Una semilla de las buenas, de las que tarde o temprano dan fruto.

59. Desenredando recuerdos

El ovillo cayó de su regazo y rodó por la cocina hasta las brasas. Su mirada ausente lo siguió y quedó atrapada en aquel fuego, donde parecía buscar sus recuerdos, tan enredados como la lana.

Felipe, que la observa, coge sus manos resecas  y empieza el relato de la bella Sabina, en el que ella renace cada día, desde  aquel otoño en que el olvido anidó para siempre en su cabeza.

Le cuenta que esas hermosas manos eran fuertes cuando segaban, delicadas preparando dulces y tiernas en su cama. Que sus ojos verdes ahora son cristalinos porque contienen muchas tormentas de verano. Ese cuerpo doblado por los cansancios, fue ágil y esbelto, moldeado por el  trabajo y curtido por las heladas.

Los surcos que ella labró en la tierra, ahora descansan en su rostro.  En su piel color de trigo, duermen los soles de muchas siegas. En su moño apretado, se enroscan los vientos que un día peinaron su melena, ahora cubierta por la última nevada.

Si, Sabina es más hermosa que nunca porque la lluvia, el sol y la tierra se quedaron a descansar en ella.  Así la ve Felipe… y así se lo cuenta cada día.

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