Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
días
1
0
horas
0
5
minutos
5
9
Segundos
2
6
Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

73. Elogio de la nieve (Cristina Requejo)

Cuando entré, seguía dormida en el sofá; había dejado los esquís tirados en el porche. Ella y su manera de decirme las cosas. El plan de esquí que había ideado no le gustó desde el principio, porque entonces ya aborrecía el frío y la competición tanto como la posibilidad de que estuviéramos a solas. Qué lejos había colocado sus medallas, y aquellos días felices.

Me serví una copa de vino y permanecí un rato observándola. Imaginé que estaba muerta, que su cuerpo inerte era el resumen que me dejaba de su vida. La idea me produjo un bienestar perverso que me llevó hasta el lavabo, donde lloré al pensar que todo tiende a desaparecer, afirmación recurrente que me habita desde niña, cuando mi padre se fue con sus heridas, dejando en mí brechas abiertas, y en ella tatuada la amargura.

Salí en silencio para no despertarla y me dirigí hacia el aeropuerto. Volví a imaginarla, ahora despierta y sola, yo, desaparecida.

‘Se queda el llanto huérfano de consuelo’ –pensé-, y entonces me sentí aliviada. Era el momento de ocuparme de mis brechas.

Nunca más volví a verla, ni a saber nada de ella. Todo tiende a desaparecer.

72. ORO (María Jesús Briones Arreba

Su padre fue un campeón, su madre un capricho. Cuando nació, Olimpia buscaba la mama que la uniría a la vida. En su lugar manaban litros de leche de una masa elástica con sabor a carburante vacuno.

Crecía junto al entrenador físico. Carreras, saltos y cabriolas dignos del mejor bailarín conducirían a Olimpia a ese río, que los medios no dejaban de mencionar.

Después de conocer la furia, mareas y mareos del Océano, el mar desembocó en aquel Río, y Olimpia, en la ciudad engalanada para el evento de los cinco círculos. Aros, como esposas, le recordaron su falta de libertad.

– Más alto, más rápido, menos tiempo.

Sentía el peso en sus caderas, el sudor en su piel alba y una fatiga creciente que oprimía sus pulmones, mientras su melena, recogida en coleta, se balanceaba al viento, elevándose en el espacio como una imagen Daliniana.

El Aforo era un clamor. Había logrado el oro.

En el Pódium, formando bloque con su jinete, Olimpia cayó reventada entre relinchos.

71. ARMARIO OLÍMPICO (Ton Pedraz)

Ningún otro corredor preparaba la final del día siguiente, sólo él y yo coincidimos sobre el tartán de calentamiento. Activaba la musculatura de mi tren inferior, mientras él, durante los progresivos, impregnaba con la estela de su aroma una calle contigua. Simulamos varias salidas. Observé de reojo su primero de triple, comprobando que él hacía lo propio durante mis dominadas. Cuando la tensión provocativa en sus músculos humedecidos desordenó mi vuelta a la calma entrelazamos las miradas. Entonces, sin desentrañar un por qué, caminé detrás de él hacia su vestuario.

Desnudos sentí cómo el agua tibia se filtraba entre mi espalda y su pecho de ébano, mientras mis manos, desnortadas, vueltas hacia atrás, regulaban el vaivén apresurado pero rítmico de sus glúteos.

La tarde siguiente, el pistoletazo me hizo saltar desde los tacos de salida. Volando hacia la meta me pareció sentir de nuevo el compás cálido de su respiración sobre mi nuca. Enseguida la gloria olímpica. Nuestras banderas sirviéndonos de envoltorio durante la vuelta de honor. El podium, los flashes, una oportunidad de oro juntos ante las cámaras, y esa mirada suya implorando que volviésemos cuanto antes a lo más recóndito de nuestro armario.

 

70. Olimpia (Mª Asunción Buendía)

Olimpia se deja acomodar feliz en el autobús. No para de enseñar la medalla al resto de viajeros, algunos ya la conocen y la saludan complacidos, otros con mal disimulo le dirigen una sonrisa forzada y evitan el metal lleno de babas. De vez en cuando mira a su madre y le hace volar una mueca de beso, con la mirada torcida y una risilla de medio lado. Entonces a ella el orgullo se le desborda por los ojos, la pena también. Un día más en ese bucle interminable, vuelven a casa después de que Olimpia consiguiera de nuevo batir su récord. Esta vez ha logrado bracear las tres cuartas partes de la piscina, entre continuos amagos de desaparecer bajo el agua y el esfuerzo sobrehumano para no bajar de la grada y ahorrar a su hija ese sufrimiento.

Ya caída la noche Olimpia aferrada a su medalla, se duerme agotada. Su madre se la quita muy despacio, la limpia un poco y la vuelve a meter en la mochila, para que al día siguiente la reciba como si fuera la primera vez.

69. La quimera del oro

Rebozó sus manos con la tiza del pebetero sin dejar de mirar a la grada. El entrenador lo cogió por la cintura y lo colgó de la barra con la elegancia y sequedad de un matarife. El estadio guardó silencio. Un pequeño impulso, y empezó a girar vertiginosamente como las manecillas de un reloj dislocado. En un momento impreciso, llegó la suelta y Benito, Ícaro obstinado, voló tan alto como sus sueños. Fue un salto mortal de los que solo se pueden realizar una vez si se hacen bien, y aquel salto mortal fue perfecto; perfecto y definitivo. Una voz espartana sentenció: «Los juegos deben continuar», e Igor se dirigió al pebetero de la magnesia. Rebozó sus manos, y se dejó colgar. Algún reloj marcaba las cinco en punto de la tarde. Sus vuelos fueron más altos, más limpios, pero cuando clavó sus pies en el suelo sintió una vértebra perforar fatalmente su médula y apenas pudo disimularlo. No fue un salto totalmente perfecto, pero sí le sirvió para conseguir la medalla de oro. Ahora, con las dos piernas dormidas para siempre, no hay noche en que no sueñe con poder cambiar su medalla, por un salto mortal de verdad.

68. Filípides.

Mi cerebro lleva dos kilómetros lanzando el mismo mensaje de alerta, ¡detente ya! Voy a escucharlo, es inútil continuar, los calambres en las piernas son insoportables. Todo el sufrimiento durante el entrenamiento no ha servido para llevarme a la meta, he perdido el objetivo y mi cerebro se ha aprovechado de esto. No puedo rendirme ahora, que pasa cuando se pierde un objetivo. Pues que se busca otro, hoy todos los que corremos en esta carrera lo hacemos para recordar a Filípides el valiente héroe que corrió hasta su muerte para ayudar a los suyos, pues yo hoy seguiré corriendo por él y por todos los que han corrido antes una maratón.

67. Ticket to London

Pisar podio iba a costarle caro. En la salida no había contacto visual y las suprarrenales secretaban adrenalina como surtidores de REPSOL. ¡Pum! Un maremágnum de ciclópeos gemelos patearon el tartán como si fueran a pillar sitio en una conferencia de Stephen Hawking: ¡Toño!, lo que faltaba (¿…?). El primer trescientos lo corrió tras los clavos de marroquíes y keniatas. Mantuvo la zancada y el segundo paso por meta lo hizo en cuarto lugar. Aumentó el ritmo pero recibió un codazo (¡ouch!) que le impidió colocarse en tercera posición: ¡Toño, cálmate ya, que me tiras de la cama! (¿Qué…?). Sonó la campana y aprovechó el tirón para hacerse con el segundo puesto. Lo peleó a muerte y al enfilar el último doscientos recibió un empellón que lo lanzó al suelo (¡cataplof!) como un fardo: ¡Ahora no, Toño, joder, que ya compré los pasajes! Ma, ¿qué le pasa a pa? Nada, Pacita, una – taque – pilético. ¿Nada?, pero si está convulsionando: ¿se va a morir? Qué va, Pacita, ni de coña, para eso trabajo en una clínica. Pero de conserje, ma, de conserje. Da igual: lo empastillamos con Depakine y de aquí, Paz, tiramos pa´ Londres como Gloria que me llamo.

66. Calor humano

Era una tarde fría, tal vez más de lo acostumbrado, pero ahí estaban los corredores afrontando el trazado de la prueba. Y en la línea de llegada, con su manta térmica, estaba el atento auxiliar.

De pronto, al fondo la vio, delgada y sutil, con elegantes zancadas, y hacia ella se fue con la manta extendida como para recibirla y envolverla.

El calor que sintió la atleta envuelta en la manta la reconfortó, pero aún más el inusual abrazo del socorrista, que la rodeó por completo estrechándola contra sí.

La imagen fue portada en la prensa local.

65. El sabor de las hogazas

Cuando saltaba los charcos, Mario observaba su reflejo distorsionado sobre el agua, la amplitud de sus piernas fibrosas rodeadas por un cielo de nubes. Los días de lluvia, al salir del colegio, el camino del bosque se convertía en una pista de obstáculos y entonces corría, saltaba y corría sin manchar demasiado sus zapatos gastados para que no le regañara madre. Los árboles le alentaban desde la vereda con un rumor húmedo hasta el umbral de la casa. Luego era el beso en la frente, la hogaza de pan preñada de matanza, la chimenea y sus fuegos de artificio.

Mientras escuchaba el himno en su honor, Mario pensó en el tiempo, en cómo salta y observa su reflejo distorsionado sobre la memoria; el tiempo, que siempre le ganaba porque corría más rápido, un poco más rápido que sus zapatos gastados, que el rumor de los árboles y el crepitar del fuego; el orgulloso tiempo, que nunca subía al podio a recoger sus medallas porque no tienen el sabor de las hogazas; el tiempo, que sabía cómo ganarle, pero no cómo vencerle, porque aún seguía corriendo, en días de lluvia, por el camino del bosque.

64. En el bosque de Sherwood… (Marta Trutxuelo)

Bosque de Sherwood. El astro rey dibuja una circunferencia cegadora en el lienzo azul del cielo en aquella diáfana tarde estival. Otras cuatro circunferencias de cuatro círculos concéntricos cada una se distribuyen de forma lineal. Cuatro árboles, cuatro ojos observando desde las cortezas pintadas, cuatro dianas blancas retando a los arqueros, que se colocan paralelamente frente a ellos. El sheriff de Nottingham toma la mano de lady Marian, que rechaza el gesto y dirige una mirada suplicatoria hacia el último de los participantes. Una capucha esconde su rostro, pero su brazo libera una flecha del carcaj. Toma el arco con su otra extremidad y estira la cuerda con la flecha dibujando una horizontal perfecta. Continúa la tensa danza vigilada por su mirada experta, que acepta el reto del iris coloreado del tronco y lanza su réplica liberando la flecha, que emprende un vuelo veloz. El silencio se rompe con un silbido que rasga el aire y que muere con un golpe lacerante. Diana. El graderío estalla en salvas y aplausos. El sheriff de Nottingham condecora al ganador. Lady Marian ofrece un ramo de flores a Robin Hood. Prueba de tiro con arco (exhibición). Olimpiadas de Londres 2012. Bosque de Sherwood.

63. Campeones agroecológicos (María Rojas)

Marcial Terrero es campeón olímpico en la preservación de semillas. Las produce, recolecta y, con esmero, selecciona las mejores.
Lola, la Genésica, su compañera de faena, conocedora de la importancia de este deporte, tan viejo como la vida misma, las fecunda y, para beneficiar el espíritu olímpico, las propaga por los cinco continentes.

62. REGRESIÓN (Yolanda Nava)

Del pecho derecho de mi madre pasé al izquierdo sin ayuda. Me salté el inútil gateo y coroné el fondo del pasillo dejando en mi haber tan sólo un par de chichones. Más adelante, poseer una bicicleta, facilitó otro de mis retos: subir la pendiente que llevaba a la plaza y mezclarme con los mayores y sus impresionantes bicis sin ruedines.

Crecí. Conquistar el tacto del pelo de Mariana no fue fácil. Esta vez el obstáculo medía diez centímetros más que yo y lucía potentes bíceps. A falta de otros, eché mano de mis recursos literarios. Por fortuna, la pasión por las letras de Mariana superaba su atracción hacia los cuerpos fornidos.

Pero la carrera no había terminado. Me hice adulto y aparecieron metas que pusieron otros. Las fui sorteando y logré un puesto directivo en una multinacional importante, me casé con una mujer enamorada (de mi billetera) y ahora, ya retirado, confinado en una lujosa atalaya con vistas al infinito, cierro los ojos y corro: en pos del aroma del pelo de Mariana, del bullicio de la plaza del pueblo, del calor del pecho materno.

Y aunque tengo experiencia y me las sé todas, no avanzo en mi retroceso.

Nuestras publicaciones