Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SERENDIPIA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en SERENDIPIA

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LA SERENDIPIA. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE NOVIEMBRE

Relatos

34. Recuerdos de añoranza

Teniamos gallinas, pollos, conejos y un cerdo que matabamos en Navidad. Mi padre troceaba los restos sobrantes de la comida para los animales, yo  los alimentaba. Oir el clocar de las gallinas cuando habían puesto un huevo e ir corriendo a cogerlo «tan calentito».

Nací durante un bombardeo de la Guerra Civil, en un refugio de mi campo.

La puerta de mi casa estaba enjalbegada de blanco, allí me ponían el barreño de cinc para bañarme, el sol calentaba esa agua fresca y transparente.

El quince de Agosto «La Virgen» se celebraban las fiestas de mi pueblo. Ibamos con zapatillas, pues los senderos para ir al baile, estaban llenos de piedras. Al llegar, en un rincón las escondiamos, para colocarnos los zapatos de tacón.

Los chicos venían de los pueblos cercanos e incluso de la ciudad. Allí conocí a mi marido (él era de la ciudad). Me casé y me fui a vivir a la ciudad. Tanto cemento -nunca me gustó-.

Pasan los años, añoro mi campo, heredé la casa de mis padres. Volví, vuelvo a vivir allí. Por las mañanas solo me despierta el ladrido de algún perro. Ahora respiro el aire puro de mi campo.

33. MUTANTE (Ton Pedraz)

Hervina, mi madre, nunca estaba por la labor. Fue padre quien la persuadió para que disfrutase sus primeras vacaciones. Por un tiempo podría olvidarse de la rutina diaria en la granja, de muxir las vacas antes de subir al monte a cortar leña, de lavar la ropa en el regato y clarearla en el prado, o alimentar a las pitas al anochecer.

Parecía que disfrutaba junto al mar. La descubríamos embobada, con la vista posada sobre el horizonte, cautiva con lo que le narraban las olas mientras la espuma agonizaba entre sus pies desnudos.

Pero anoche, después de cenar, en vez de buscarnos en el sofá caminó hacia la terraza. Allí la encontramos, confinada contra una adelfa marchita, acuclillada y con las manos como envolviéndose la cabeza. Nos costaba creer lo que veíamos, pues parecía, por su postura, que ansiaba menguar. Y de veras que lo consiguió, cuando, de forma habilidosa, comenzó a tejer un pulcro capullo de seda que la fue aislando de nuestro recelo.

Desde entonces no le quitamos ojo. Sobre todo padre, quien, en su rubato, no suelta el trueiro esperando a que eclosione. Para poder cazarla y que no regrese volando hasta la aldea.

32. Filomena y su vital esencia (Alberto BF)

Esa mañana de Enero sus ojos reflejaban esperanza. Daba igual el hielo y la escarcha, y ese gélido viento que asolaba su pequeña aldea, cercenando la piel de sus paisanos. Ella estaba por encima de cualquier obstáculo, su vitalidad no entendía de límites, y menos si estos pretendían ser climatológicos.

Baltasar ya había abierto camino hace horas, pertrechado en su raído abrigo y con su mente ajena a las inclemencias. Ocho pequeños estómagos que alimentar eran suficientes para distraer cualquier atisbo de zozobra ante la lucha diaria, y no permitían el desaliento, por tentador que fuera permanecer al calor de la lumbre.

La Alcarria mostraba su cara más ruda, emboscada en su invernal silencio, y empeñada en compartir su yerma esencia sólo con los que de verdad la sentían como propia y tenían los arrestos para soportar sus poderosos envites.

El rigor de su pulso fue dejando en la cuneta a los menos afortunados. Un día Baltasar no logró regresar a la lumbre, y los pequeños estómagos que alimentaba corrieron suerte desigual. Alguno de ellos hoy aún lo cuenta, y puede atestiguar que el espíritu de la vital Filomena pasó a formar parte, inmortal y centenario, del sobrio encanto alcarreño.

 

 

31. LA ERA (PURIFICACIÓN RODRÍGUEZ)

Pero abuela… Que tiene ochenta años y esa pala pesa mucho ¿Por qué va siempre con ella a cuestas cuando me acompaña a la era?

Ay, hijo, cuando me acuerde de dónde le dieron el paseo a tu abuelo aquella noche, tendré que usarla.

Con ella lo enterraron y ella lo encontrará.

Ya verás

30. MI CASITA DE VIENTO

Cuando llegó a aquel pueblo polvoriento creyó ahogarse en lágrimas de barro pero no hubo tiempo, tenía que comenzar a extraer y colocar lechugas en cajas que se apilaban interminablemente en su área de trabajo.
Nola cruzó el Atlántico en primavera llevando en su mochila la vergüenza de ser madre soltera y dejando atrás a un hijo que no quería.
Desde aquella casa compartida con otros seres tan extranjeros como ella, Nola divisaba una montaña que obligaba a aullar al viento. Le asustaba su ulular y tenía pesadillas en las que animales salvajes devoraban al pequeño. Y así, sin querer, comenzó a quererlo.
Al paso de los años Nola era una mujer más del pueblo y como a ellas, la tierra le iba robando la tersura de la piel y la energía de los riñones.
Al final de la jornada, mientras dentro se escuchaba la charla animada de sus compañeros, Nola se sentaba en el suelo del patio a esperar que el viento llegara, el mismo que tanto le asustara al principio se había convertido en su amigo más fiel, y cada noche, traía a su hijo y lo dejaba caer entre sus brazos poniéndolo a salvo de las alimañas.

29. Cuando vivir es una hermosa imprudencia (Antonio Bolant)

A menudo, la muerte deshace encrucijadas y, en su caso, también el trazo que había unido los borrones de su vida lastrada por un matrimonio prematuro, por un sujeto que la trató con la distancia de un desconocido y la exigencia de un dueño.

Llevaba tantas horas de velatorio que el pésame de todo un pueblo pesaba como una losa. Cansada del lenguaje de los llantos, de escuchar pueriles consejos propinados a tientas, buscó en el baño un momento de respiro donde refugiarse de los reojos de conmiseración y de los mudos ecos de los murmullos. Se apartó el velo, se humedeció la nuca y al alzar la cara, por primera vez, se detuvo a contemplar la resquebrajada tierra cincelada en su rostro que le reflejó una viudez resignada a conformarse con las sobras del destino.

Alertadas por su tardanza, algunas plañideras decidieron ir a buscarla, pero sólo hallaron un velo negro al pie de una ventana abierta.

28. Respeto

«… y que nunca te falten al respeto»
Como una losa sobre las espaldas. Hija. Madre. Esposa. Con la dignidad recogida debajo de la rebeca negra o bajo el delantal o el camisón abotonado.
Anda mirando los adoquines del camino, con paso lento pero decidido. Claro que sabe porqué le duele la cabeza y cada vez tiene menos fuerza en las extremidades. Se hace vieja, se hace vieja desde el día en que nació. Lo sabe pero le gusta ir al dispensario al menos una vez al mes. Es muy correcta y muy amable la doctora que viene y trae revistas para que los pacientes aplaquen la impaciencia de la espera. Revistas con mujeres que anuncian vestidos de gasa, medias rojas o negras, con ligueros, perfumes que prometen pasiones… Sonríen como si no supieran del respeto. Hojea la revista hasta casi saberla de memoria. Siempre que piensa en la ciudad piensa en colores. Recuerda, sin venir a cuento, que su Manuel ha de bajar mañana a la ciudad, como todos los viernes. A comprobar los precios del Mercado Mayor.

27. CARACORTADA (towanda)

En un deslucido arcón, Mariola rebusca el lienzo blanco donde entregó su niñez al amo. Amarillea de llantos. Lo baldea en el río, restregándolo con limón. Luego, dejará que se oree al sol sobre la hierba mientras enjuga sus ojos y escapa del espejo del agua.

Revive las dilatadas horas del parto: sangre contra sangre. A madre, sorbiéndole los gritos y maldiciendo a aquellos que arrancaban al infante de su vientre, para acomodarlo en el seno de la señora. Después, aquellas fiebres y el enfermar de madre y el dejarse morir y las puertas mudas cuando imploró auxilio…

Recuerda al muchacho creciendo caprichoso y pendenciero al cobijo del ama. Los desplantes, sus desaires, sus ultrajes. El orgullo ebrio de su rostro bajo el estandarte de nuevas honras mancilladas. Aún le escuece ese primer latigazo que le cortó la cara cuando le afeó su conducta. Y sus burlas.

Tocan a muerto. Una faca le rebanó el pescuezo.

Mañana enterrarán al único hijo de los amos, amortajado con el sudario de la niña madre. Quizá entonces pueda besarlo y pedirle perdón a su dios. Después, con el mismo cuchillo caliente que esconde en su faltriquera, se quitará la vida. Sangre contra sangre.

26. VIDA DE SOBRA (Edita)

Su señorito le hizo un hijo. Al sentirse encinta, huyó sin dejar rastro. A nuestra aldea llegó cuando el pequeño tenía varios años. Mis padres le proporcionaron cobijo y pan hasta que ella pudo apañarse. Primero, recogiendo leche por las cuadras, de madrugada; luego, vendiendo quesos en las ferias. Y siempre, ayudándonos en el campo o en el cuidado de los retoños según fuimos naciendo. A cambio, llevábamos sus cuentas o le escribíamos las cartas.

Su casa humilde nos cautivaba: el agua del balde, el candil… Pero nunca nos dejaban pernoctar allí. Un día mamá nos sugirió a las dos mayores que fuéramos a dormir con ella. ¡Nos costó creerlo! La encontramos sola, desconsolada. Su Ramón había emigrado.

Jamás la vimos quejarse. Ni sonreír. Incluso cuando regresó el hijo, con nuera y nietos de regalo. La llevaron con ellos a una vivienda confortable y lejana; pero, a veces, escapaba caminando hasta nuestro hogar. Avisada la familia, se la devolvíamos días después, medio convencida por mi madre de que Ramón no la defendía de su mujer porque bebía demasiado.

Acabó ciega y al cuidado de la nuera. No pudo reencontrarse con su hijo, fallecido décadas antes, hasta los ciento dos cumplidos.

 

25. ESCENA DE CAMPO

Madre de  cinco hijos, abuela de veinte nietos, bisabuela de seis. Hoy es un día muy especial, es su cumpleaños. Por eso la reunión y la fiesta en este domingo de abril colmado de árboles en flor, de una primavera que llega repleta de olores suaves a yerbabuena y azahar. Ahí está.

Con la figura encogida por el peso del tiempo y los ojos cansados de tanto mirar por las ventanas de la vida -parecen pequeños bailarines en un escenario lleno de experiencias- después de una larga gira de acentuado recorrido sentimental. Aquí continúa con esa placida y venturosa longevidad.

No tuvieron tanta suerte los de su generación. Hoy, sigue disfrutando, aunque a veces se pierda en los recuerdos. Otras, callada sólo mira. Todos la quieren y la veneran por su fuerza, por su serenidad, por su alegría y sobre todo por las historias que cuenta del campo y sus labores: la siembra de cereales, la siega, la trilla, la recogida de la almendra y la aceituna. Aquellos árboles que rodean todavía la casa. Hoy cumple cien años. Todos se arremolinan con ella cuando con gracia narra las faenas del campo, como si fuera ayer. Sin las fatigas de entonces.

24. Problemas diminutos (Juan Antonio Vázquez)

La lógica de la vida se les escurrió de entre los dedos cuando el médico sentenció a su hijo a una enfermedad de nombre impronunciable que le impediría crecer demasiado. Abandonó la ciudad y escapó a las montañas: a una masía solitaria y destartalada anegada de árboles y campo. Con el dinero que sacó de la venta de su vieja casa compró dos vacas y un arado. Bien temprano lo trajinaba, incansable, y todas las noches con unas tijeras de podar desmochaba ─solo un poco─ frutales y jaramagos. En septiembre tras la vendimia empezó, mientras su retoño dormía, a recortar serrucho en mano y de consuetudinario la infinitesimal parte de un suspiro de las patas de las sillas y los armarios. Con el mismo tesón que manejaba la azada remetió furtiva una y otra vez los bajos de su pantaloncito estampado de patos y se encargó de lavar hasta hacerlos menguar unos zapatos que el pequeño no se ponía porque siempre corría felizmente descalzo. Y los días que la recolección no le dejaba fuerzas para seguir empequeñeciendo aquel mundo y aparte que había creado, sonreía al ver cuánto había estirado su hijo mientras le cantaba nanas tañendo un clavicordio enano.

23. LA MALETA (Salvador Esteve)

La moza, de mirada siempre cabizbaja, acabó de limpiar los hierbajos de la huerta y aviar el ganado; sería la última vez.

Abrió la vieja maleta y, lentamente, la fue llenando de pedazos de vida, de fragmentos de su envejecida alma.

 

 

Un visillo bordado por su abuela; un ajuar de cariño que nunca terminó.

Una muñeca de rostro triste.

Un libro, que algún día se juró podría leer.

Una cuerda deshilachada, rota por el peso de una huida hacia la muerte.

Una faca. ¡Nadie! ¡Nunca más…!

Un marco de foto, sin foto.

El fuego empezaba a devorar los pilares de madera de la vieja casa y el humo arropaba con indiferencia los tres cuerpos que yacían muertos, su padre y sus dos hermanos.  El vino había adormecido sus mentes, la Amanita phalloides sentenció sus pecados, expió sus almas.  La madre, testigo mudo, levantó su mano temblorosa pidiendo ayuda, implorando perdón.  Pero su corazón ya no albergaba sentimientos, huyeron a lomos del miedo.

 

Empezó a caminar sin volver la cabeza, el camino pedregoso hería sus pies.  Aferró con fuerza la maleta y con decisión levantó la mirada; sus ojos eran verdes.

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