Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SERENDIPIA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en SERENDIPIA

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LA SERENDIPIA. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE NOVIEMBRE

Relatos

54. En busca de un mundo mejor

El océano había desaparecido y en su lugar solo había un lecho de cieno maloliente y sucio. Nadie quería creérselo, pero desde que de los pueblos costeros de extendió la noticia, todo el mundo se acercaba a la costa para confirmar que era aquel rumor era cierto.

En pocas horas las playas y los acantilados estaban llenos de gente que poco a poco fue adentrándose en el inmenso terreno baldío que había salido a la luz, para curiosear o buscar, nunca se sabe, algún tesoro o maravilla oculta. Pero nadie encontró nada más allá de algunas almejas, peces muertos, restos de pequeñas embarcaciones, botellas vacías, latas, plásticos y otros despojos.

Cuando se puso el sol, pudieron ver una extraña luna azul.

53. La princesa y el mar

— No llores princesa, que el océano ya tiene mucha agua y no necesita de tus lágrimas.

Miré al autor de aquellas palabras con una mezcla de rabia y desprecio. Yo de princesa tenía bien poco y su tonillo chulesco me daba cien patadas, aquél infeliz no podía haber elegido peor si quería un ligue para esa noche.

Sin molestarme en contestar, comencé a alejarme todo lo rápido que la arena de la playa me permitía. Pero el cretino me seguía. Me había tomado por lo que no era y no quería perder su oportunidad. Qué mala suerte la mía, todo lo peor del mundo se me pegaba como alfileres al imán que los busca. ¿Qué habría sido de Mauro? Tenía que volver, aunque una vez más incumpliera la promesa de abandonarle. Corrí hacia el espigón.

— Tía no vayas, no veas que chungo, un coleguita sa querio dar un bañito y la mar se lo ha tragao.

Me paré en seco. Miré al mar. La luna llena iluminaba lo suficiente para distinguir la cresta blanca de las olas. Sollocé. Volví a correr, pero esta vez en dirección al agua, si Mauro estaba en el océano, yo tenía que estar con él.

52. PASAR A LA OTRA ORILLA

Elliot y Kirstie habían nacido el mismo día que el siglo XX. Quince años después, sus corazones se conectaron en un mismo cruce de miradas, y desde entonces, como tantos escoceses, compartían una misma ilusión: cruzar el Atlántico para alcanzar “el sueño americano”.

En una aldea del Condado de Argyll, familiares y amigos reunieron suficientes libras para que cubriesen los pasajes y los primeros gastos, y en la primavera de 1922 sonaron campanas de boda. Tras el banquete, una nube de pañuelos blancos despidió a la pareja. Apenas subir al flamante taxi, que en una hora les llevaría al puerto de Glasgow, Elliot miró el cuentamillas ―marcaba 1101―, y se palpó la cartera.

En el muelle, una orquesta sonó abriéndoles paso para embarcar en el Castalia. La belleza de ambos cautivó a Mary Pickford y Douglas Fairbanks, que les saludaron en cubierta, confraternizaron con ellos durante la travesía, y luego les abrieron las puertas de Hollywood. Alcanzaron la fama, recorrieron el mundo surcando océanos y, allá donde estuviesen, les envolvían flashes y torrentes de luz.

A su regreso a la aldea, los pañuelos enjugaban la emoción de todos sus habitantes.

Al pie de un acantilado, el cuentamillas marcaba 1108.

51. EL OCÉANO DE MÓSTOLES (Ton Pedraz)

Ambos lo sabíamos antes de que saltases por la borda del crucero. Que nuestro amor sería imposible.

Nunca soportaste tu aislamiento en aquel islote, a media milla del arrecife de mis padres. Y fue patética la intentona a la que nos aventuramos, mudándonos hasta tu pisito de soltero. Todavía recuerdo el verde cobalto, horroroso, que elegiste para decorar las paredes del salón, la congoja que me provocaba el aluminio opaco entretallado contra las ventanas estancas, el tormento de la familia de peces payaso agonizando entre los huecos inundados de la rinconera, y los manojos de anémonas, mustias, grapadas sobre los flecos pisoteados en la alfombra del salón.

¡Qué pena! Incluso Encarna, tu hermana, ni siquiera acertó con el regalo para el sofá. Aquella funda de skay serigrafiada con corales rosa y gorgonias.

Pero por fin todo acabó para los dos. Ahora, de nuevo soy feliz entre mis compañeras. Este verano cambiamos el océano por las aguas cálidas del Mediterráneo. Allí, desde hace meses, es un no parar. Quienes lo surcan nunca se sorprenden cuando aparecemos. La mayoría son jóvenes, algunos guapísimos, todos ellos muy morenos y, por lo que he podido comprobar, están acostumbrados a escuchar cantos de sirena.

 

50. LECTURA FORTUITA (Isidro Moreno)

Vio su nombre escrito en una larga lista y una cadena de recuerdos y deducciones le abordaron.

Seis años hacía desde que atrás quedara su Irlanda, su casa y  Laurence. Aún recordaba su llegada y los contradictorios sentimientos ante la estatua de la libertad pues, tras cuatro semanas de viaje con cientos de inmigrantes hacinados en un viejo trasatlántico, la esperanza, alegrías, penas  y el temor a lo desconocido, formaban un cóctel de extraño e imborrable sabor.

Victoria Evans había superado casi todo, excepto el silencio de su prometido  que, hacía seis años, en la única carta recibida desde Belfast, le expresaba sus deseos de reunirse con ella en pocos meses, declarándole una vez más su amor y sus ganas de, por fin, reunir el dinero para tan largo viaje.

Nunca más  supo de Laurence, hasta ese día ojeando un libro, que se iniciaba con la trágica lista de las personas fallecidas en el hundimiento del Titanic.

Tras algunos nombres figuraban breves referencias de identidad. De Laurence O’Sullivan, únicamente se indicaba que colgaba de su cuello, un corazón de plata con una inscripción:   L.O.V.E.

Solo ella sabía que esa inscripción correspondía a las iniciales de Laurence O’Sullivan y Victoria Evans.

 

IsidroMoreno

49. Atracción fatal

La inmensidad azul me atraía de una manera irracional.
Tal vez buscaba regresar a mis orígenes o quizás una manera de acabar con todo.
Impelida por un deseo incontenible me sumergí en el océano, que aquella mañana lucía bravío y poderoso.
Dejé atrás las ropas que me cubrían en mi afán por regresar al gran útero que una vez fue la morada de la humanidad.
Mientras, en casa, había dejado una corta misiva en la mesilla en la que explicaba el motivo de mi huida hacia adelante:
«Amadísimos hijos:
Sé que no podría afrontar la pérdida de mi libertad, a pesar que que me reconozco culpable del delito atroz del que me acusan.
Jamás debería haber quitado una vida, a pesar del maltrato recibido, por eso ofrezco al mar, a mi océano infinito, lo único que me queda, mi persona.
Algunos os dirán que es un acto cobarde, sin embargo para mí es la única manera de ofrecer justicia.
Sólo me queda deciros que lamento muchísimo el daño causado, sobre todo a vosotros, mis hijos, por haberos dejado huérfanos.
Espero que algún día seáis capaces de perdonarme y entender mis razones para cometer esa atrocidad.
Os quiere infinitamente, vuestra madre».

47. Eterna Búsqueda (Esperanza Tirado Jiménez)

Mamá siempre dijo que una ola gigante se nos llevó y que el mar nos tragó dentro de su estómago azul.

Yo apenas recuerdo qué pasó. Sé que el sol se había ocultado tras la montaña, que los árboles se veían entre sombras y que el aire olía a salitre. La playa se veía a lo lejos, alargada y desierta, las olas empujando su espuma hacia ella.

Escuché a mis hermanos gritar. O a lo mejor lo soñé. Y fui yo el dueño de aquel grito, que se perdió en la noche.

Y en un momento dejé de pisar tierra firme, y comencé a girar entre aguas revueltas, como como si alguien intentara bucear en una lavadora gigante.

Ante mí pasaron imágenes de mi corta vida. Y me vi a mi mismo, reflejado en un espejo acuático. Pero ya no era yo: me habían crecido escamas y aletas.

¡Y respiraba!

Entonces… no estaba muerto. Pero no podía regresar a casa sin encontrar antes a mis hermanos pequeños.

Gracias a mis aletas y a mis branquias exploro todos los océanos en su busca. Aún no los he localizado.

Mientras sigo buscándoles, me pregunto si mamá aún se acuerda de nosotros.

 

46. Todo lo que me hace sentir sin saberlo

Entrar en la estancia y tomar asiento con una aureola de gris resignación. Esperar a que entre por la puerta y se acomode a la izquierda. Encontrar sus ojos oscuros porque sé que me están buscando. Reír con el iris, con las pupilas, con la boca, incluso con las cejas. Notar una descarga eléctrica que empieza en el brazo y termina en el estómago, cuando con suavidad me toca y me transmite un matiz de tranquilidad, sin darse cuenta él aunque sí yo. Intuir como el gesto risueño de mi rostro se va transformando con ese toque de picardía que desemboca en una carcajada de tonta quinceañera. Comprender que me invade un océano de felicidad cuando advierte y elogia mi inteligencia. Nadar un buen rato a su lado contándole entusiasmada datos sobre mi vida para saciar su curiosidad sin sentir que me estoy exponiendo a un peligro inexistente. Dejarme mojar por dentro y originar un incendio por fuera. Salir de la estancia y tomar asiento en el coche para volver a casa con alegría e ilusión renovadas.

45. MALIGNO (La Marca Amarilla)

Ahora sólo se refleja la oscuridad de un abismo insondable en el azul de tus ojos, piélagos vacíos, secos de tantas lágrimas derramadas. Ahora sólo muestran una tristeza abisal teñida de añil, mortecina, abandonada, derrotada…
Recuerdo cuando tus pupilas eran luminosas islas en medio de unos poderosos océanos, intensos, que se mostraban en cada mirada, en cada parpadeo, e invitaban a buscar tesoros por sus recodos, a dejarse arrastrar por sus cálidas corrientes, enigmáticas mareas, y admirar sus corales, sus peces, su inmensa vitalidad…
Hasta el día en que por el fondo de tu iris comenzaron a aparecer cangrejos, cangrejos, y sólo cangrejos, que todo lo arrasaron…
Malditos.

44. Pies de Sirena (Jean)

Ella siempre fue un encanto de muchacha cuya voz podía ablandar al más duro corazón.

Solía contarme de su otra vida. “Recuerdo la suave sensación del océano sobre mi piel y la corriente marina ondulando mi cabello”, decía con una convicción absoluta, y yo, embobado, le creía.

—Un día me enamore de un marinero y rogué al Gran Padre que me permitiera ser humana para ir con él. “Cambiaras tu hermosa cola por dos inútiles y malditas piernas”, dijo el Padre tratando de disuadirme, pero me mantuve firme hasta que el Padre acepto.

—¿Valió la pena? —pregunte, mientras contemplaba sus delgadas piernas sobre la silla de ruedas.

—¿Atrapada en una decena de reencarnaciones como humana, siempre recordando el pasado y siempre desposando al marino infiel? Pues claro que lo valió, ahora entiendo que amar al hombre es una quimera que no tiene buen final.

“Solo espero volver al Océano para morir ahí”, fue lo último que me dijo.

Cuando encontraron su cuerpo entre las rocas de la playa, fuimos muchos los que sentimos perder al gran amor de nuestra vida.

Y ahora, mientras lanzan sus cenizas al océano, y contemplo la última alejarse, ruego a Dios poder renacer como tritón.

43. Siete

El siete es un número mágico. Es la suma del sagrado tres y el terrenal cuatro. Según Hipócrates, es además el dispensador de la vida y fuente de todos los cambios. Y por si no fuera suficiente, Dios creó el mundo al séptimo día, ese mismo Dios al que no había dejado de implorar en las últimas seis lunas. El océano le parecía cada vez más inmenso, el sol una estufa y las noches inciertas, oscuras y estrelladas. El futuro no iba más allá del próximo trago de agua, y los sueños eran pequeños puntos suspendidos sobre la línea del horizonte.

Dos meses después de su rescate coincidimos en un vuelo cuyo destino no recuerdo. Nos presentamos y mantuvimos una agradable conversación. Recuerdo que citó aquella frase de John Lennon, la vida es aquello que nos pasa mientras hacemos otros planes, y acto seguido me habló de aquél lunes en que su barco fue a la deriva, un lunes que, según me confesó, no fue en nada distinto a todos los lunes de su vida.

42. Hambre vieja (towanda)

El océano sucumbió a los ruegos de abuela Katsumi concediéndole dos varones. Idénticos, salvo por una marca alunada en la mejilla del menor. Ser madre satisfizo su mayor deseo, pero siempre barruntó que ese hijo marcado, el favorito, no le pertenecía del todo.

Los muchachos fueron pescadores. Ichiro, el mayor, amaba el mar, pero Zinan pensaba abandonar y establecerse como artesano. En un oscuro del bosque se había prometido con Yumeko soterrando varias semillas de bambú. Acordaron esperar siete años a que la penumbra las hiciera enraizar. Entonces, se casarían.

Cantaba el gallo. La barcaza estrechaba redes cuando un viento rancio bramó, la luna quedó ciega y el océano, como padre con hambre vieja, engulló la embarcación…

Cinco lunas después, en funerales, la cala escupía un cuerpo. Abuela corrió a envolverlo buscando inútilmente la marca de la luna. Rota, desolló sus vientres salivando maldiciones al océano. Yumeko besó los labios del náufrago creyendo beber los del prometido. Él calló.

Cuando pudo caminar, acudieron al bosque. Su planta superaba los treinta metros.
Que no tuviera marca o que olvidara sus promesas lo achacaron al océano. Pero todavía hoy cuando, sesgadamente, madre le sorprende oteando el mar regresan las dudas. Padre calla.

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