Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

122. Melodía

La encontró el mismo día que ella se marchó para siempre.

Estaba entre sus cosas, al fondo del armario, justo detrás de una caja de cartón repleta de cartas de amor. Era increíble que las hubiese conservado durante tantos años.

Tras deshacerse de aquella corbata negra que jamás hubiera  querido vestir, se calzó las zapatillas y arrastró sus pies cansados hasta el salón.  Allí, la colocó en la repisa de la chimenea junto al marco de plata que guardaba en su interior el rostro sonriente de una joven pareja de enamorados.

Desde entonces cada tarde sentado en el sillón , cerraba los ojos y se dejaba llevar por la melodía que surgía de aquella vieja radio donde sonaban, como caídos del cielo, esos temas que tanto bailaron juntos.

Nunca falló a su cita con la música , esperando el día en se reunieran de nuevo.

Hasta que la muerte le sorprendió tarareando en su sillón , con su mejor traje y una sonrisa en los labios, junto a la antigua radio que dejó de funcionar un par de décadas atrás.

121. SU VOZ (Concha García Ros)

Su voz, un poco triste, un tanto descarada, me gusta cada vez más. Poco me  importa quién sea el entrevistado esa tarde, si van a hablar sobre los desahucios o debatir sobre los beneficios de la mantequilla. Sólo quiero escucharle.

Sentada en mi sillón con la copa en la mano, dejándome arrastrar por su melodía. Esos graves cavernosos, aquellos altos sutiles.

Cuando vuelve a casa no le digo nada. Espero que las horas vuelen hasta el próximo programa.

120. Servicio técnico (Anna López Artiaga / Relatos de Arena)

Hoy ha desmontado la radio. No me importa porque no funcionaba, pero me fastidia esa manía de abrirle las tripas a todo electrodoméstico que se cruza en su camino. La semana pasada fue la tostadora y la otra de más allá, el microondas. Un día de estos le meterá mano a la nevera o al lavavajillas y entonces sí que me va a doler, porque sin tostadora puedo vivir, pero sin lavavajillas…

Y lo peor de todo es que no puedo enfadarme con él. No desde que me dijo que había sido don Ramiro, el encargado, quien le había dado orden de arreglar la batidora y, a pesar de que lleva ocho años jubilado, se había puesto manos a la obra —a las cuatro de la madrugada—; no desde que me confesó que de cada electrodoméstico que repara, roba una resistencia, un transistor o un circuito impreso con los que está construyendo una máquina que le recuerde las cosas importantes y así, ya nunca más me enfadaré con él por olvidarse de ir a recogerme al colegio.

119. CONTINUARÁ

Está sentado cómodamente en el sofá de tres plazas en el salón de su casa, con música ambiental sonando desde un viejo aparato de radio. El cuerpo ya le pide echarse sobre la cama, pero su mente no quiere todavía reposar durante la larga noche.

Lo está frente al cuaderno de notas, donde a menudo se pierde en pensamientos mundanos a modo de reflexión, quedando no siempre reflejados en palabras, que se van haciendo frases y párrafos enteros llenando un contenido cualquiera, por veces oscuro, otras abierto para dejar escapar la realidad.

Después de un buen rato, todavía sentado en el sofá y con la música hipnotizando el tiempo, no ha logrado otro contenido que el de dejarlo para mañana, para otra sesión de encontrarse a sí mismo.

118. Las voces de la radio

Vivían en un pueblo del Alto Aragón, en el cuartel de la Guardia Civil. Los inviernos, por las grandes nevadas, se quedaban aislados, la única distracción de las mujeres era reunirse en la casa del Cabo donde cosían y cotilleaban a costa de la mujer del Alcalde y poco más. Los hijos escuchaban en la radio “Matilde, Perico y Periquín» donde reprendían o elogiaban a los niños en vísperas de los Reyes Magos.
─Elvira, debes ayudar más a tu mamá.
─Manolo, eres muy aplicado.
─Conchita, trasto, te están viendo Sus Majestades y…
Así pasaban los años, los niños, ya mozos, seguían los pasos de sus padres, las niñas, ya en edad casadera, oían los seriales narrados por Matilde Conesa, Matilde Vilariño y Pedro Pablo Ayuso, mientras cosían sus propios ajuares.
Conchita soñaba con esas historias románticas de amores y desamores haciéndolas suyas, pero claro, vivía  bajo un régimen militar de  ordeno y mando, exageradamente estricto, exageradamente católico.
Ella sabía que su amor era imposible, a pesar que vivía a un sólo kilómetro de distancia, pero ¿cómo le diría a su padre que era el Prior del Monasterio?

117. Urge vender radio en buen estado (Rosy Val)

Me despierto con un peso molesto en la tripa. Me retiro el pie de mi hermana la pequeña. A punto de quedarme dormida, se me clava en la espalda una rodilla; la de mi hermana la mediana. Habrá que comprar otra cama, mañana hablaré con mamá, dormir así es una lata.

Al entrar en la cocina encuentro a papá con la mirada abatida… (se me hace raro verle en casa por las mañanas) intentando rellenar el sobrante de mis zapatillas que, desde hoy pasarán a mi hermano. El abuelo contempla la radio. Me habla de cuando él y la abuela la compraron a plazos y de cómo llenaba sus días. Se rasca la boina y mira hacia arriba… como pidiendo su consentimiento. Se le humedecen los ojos, pero lo achaca al vaho de la olla, donde cuecen patatas y berza… una, bien hermosa, que le regalaron ayer en el mercado. Me acerco a mamá y le doy un beso. Decido no molestarla con tonterías. Salgo deprisa con mis libros bajo el brazo, y ahí la dejo, sentada en su silla de enea, peleándose con el cuello y los puños de mi bata del año pasado.

116. MIS RADIOS, MIS PAISAJES

La música del diario hablado de Radio Nacional  difumina mis recuerdos de la niñez. Mecía las tardes frías del comedor con la radio prendida  , al fondo los cantares de mi madre tendiendo la ropa.

En los años 70 la radiofórmula crecía como la gaseosa. Los 40 eran los que mandaban. Tantos locutores entregados. El pop, el rock, la canción del verano estallaban como burbujas de la misma gaseosa.

«El loco de la colina», al que le gustaba  Pink Floyd,  emitía una radio distinta para las noches ochenteras. La nueva radio me mantenía atento a las nuevas miradas sobre las realidades que asomaban .

En los últimos años el dial de ROCK FM inundó de buen rock and roll las noches y a ratos danzaba con Máxima FM -la electrónica siempre, desde Krafwerk y su «radioactividad»-

Los informativos y las tertulias cargaban mucho con la dura crisis, perdieron  credibilidad.

 

La radio envejece con mucha dignidad. No tiene la crueldad de la imagen que nos devuelve el inevitable paso del tiempo, del que no eramos tan conscientes  años atrás. En las emisoras las voces suenan limpias, siguen evocando mil paisajes. Ni el omniperesente internet mató al niño que todos escondemos dentro de nuestra radio.

115. Sé de un lugar

En otro tiempo Juan pasaba las horas en su habitación escuchando la radio. Solía hacerlo con sus tres mejores amigos. Allí se escondían del mundo. Los versos de Triana y de Medina Azahara volaban por una estancia llena del humo de los primeros cigarros.
Por eso la nostalgia le golpeó cuando vio oculto entre el polvo y los cachivaches el viejo aparato abandonado en un rincòn del garaje de sus padres. Había ido a recoger sus cosas antes de vender la casa en la que se crió.
No le fue fácil cuadrar las agendas, pero reunió a sus colegas de entonces una última vez . Todo el mobiliario eran una mesita y cuatro sillas rotas que pidió a los operarios que no se llevaran . De la radio no salía ningún sonido, pero su silencio era testigo de la efímera vuelta de una época que se quedaría allí para siempre.
Fue una velada perfecta, las risas, la camaradería, las cervezas y las anécdotas comunes le trajeron sentimientos que pensaba olvidados. Más aún cuando tumbado hacia atrás en su silla contempló, con una mezcla de pena y cariño, a sus fieles compañeros de la niñez, tan alegres como siempre. Tan imaginarios…

114. La cáscara de nuez de Alba

“Ondas —comenzó diciendo la voz de la radio—; el fenómeno de una vibración, el milagro de la energía transportada sin materia, el prodigioso viaje de una perturbación… En ellas se desplazan mi canción favorita y tu color preferido, el ruido del trueno y el fulgor de la estrella; mis pasos resonando en la escalera, tu imagen recortada en la ventana; nuestra barca, sin vela ni remos, despacio hasta la orilla… Con su ayuda y la del pensamiento, podría quedarme ciego y ver la realidad en todas sus formas y colores, quedarme sin habla y lanzar mi mensaje alrededor del mundo…, o, como dijo aquel príncipe indeciso, estar encerrado en una cáscara de nuez y sentirme rey de un espacio infinito…”

Nada había de revelador en estas palabras para Alba. Nada que ella no hubiera pensado otras veces. Y fue eso mismo lo que la mantuvo boquiabierta y expectante en la cama durante toda la emisión.
Esa noche no durmió. Su mente vagó inquieta, atropellada, impulsada por una ilusión sin límites. El amanecer la sorprendió decidiendo cambios. Una luz más poderosa de lo habitual alumbraba el interior de su envoltorio leñoso.

113. SUSTRACCIÓN, DISTRACCIÓN, DESTRUCCIÓN

Juan bajó la ventanilla y sacó la cabeza, intentado descubrir porqué se había detenido el tráfico, pero sólo consiguió llenarse los pulmones con dióxido de carbono y ennegrecer aún más su ánimo. No lograba explicarse cómo era posible que María se hubiera atrevido a cogerle el Ferrari. Y no sólo eso. Además había tenido los santos cojones de colgarle el teléfono sin más.

Volvió a llamarla al móvil por milésima vez y por milésima vez su voz le invitó a dejar un mensaje.

– ¡Contesta de una vez, joder!

A las tres en punto, encendió la radio. Después de los titulares, el locutor dio paso a la información del tráfico. Por fin descubrió la causa de aquella retención: Al parecer, se había producido un accidente mortal en el túnel en el que se hallaba.

Transcurrida media hora, la caravana empezó a avanzar más deprisa. A lo lejos ya se distinguían las luces amarillas de una ambulancia.

“Por fin dejaré atrás este maldito atasco” –pensó, mientras sintonizaba una emisora de música. Amy Winehouse cantaba que no, que no y que no.

Él también negó tres veces cuando vio la grúa que retiraba del arcén un deportivo rojo que le resultaba muy familiar.

112. Suspiros, lechuzas y fanfarrias

La puerta que guarda mis recuerdos chirría como tienen que chirriar todas las puertas que esconden fantasmas y secretos. El viejo caserón, la penumbra del zaguán, el baúl de los caracoles, la lechuza con el destino escrito en sus ojos de cristal abiertos para siempre, la soga de anea colgando en el pajar, los tebeos del Jabato, la radio de silicio…

Eran las cinco de la tarde cuando la Cadena Ser lanzaba su fanfarria y mi madre se refugiaba en su novela, su calceta y sus suspiros. Así fue como conocimos al hombre de la radio y cómo el hombre de la radio se instaló en nuestras vidas. Venía con cierta regularidad, me sacaba unas cuantas monedas de la oreja y me pedía que me fuera un par de horas a gastarlas. Pero, un mal día, mi padre comió aquellos extraños champiñones, y mi madre sonrió mientras sujetaba el hatillo, y vino el hombre de la radio, y se encerraron, y discutieron, y el hombre de la radio se marchó… se machó para siempre. Mi madre cambió entonces su calceta por aquellas terribles trenzas de anea, y se quedó esperando en el pajar con los ojos muy abiertos… para siempre.

111. DESIGNIO (Beto Monte Ros)

Probablemente su vocación quedó manifiesta desde pequeño; cuando empezó a aprenderse de memoria los boleros que su papá oía en la radio, mientras trajinaba por la casa. El gusto de cantar imitando a los artistas, vestido como sus hermanas, llamó la atención de los padres quienes, preocupados,  pidieron al párroco que lo aceptara como monaguillo, para encarrilarlo por los caminos del señor y alejarlo de cualquier desviación; pero en lugar de meterlo entre los misales o asignarle función de turiferario, fue en el coro donde la iglesia sacó provecho de su talento.

La adolescencia lo encontró convertido en un joven entregado a los afanes religiosos que, los domingos, entretenía a los feligreses con su voz de castrati. Su madre, sentada en los bancos de la primera fila, le escuchaba con una expresión en la que se adivinaba su deseo más íntimo: verlo algún día parado en el púlpito, celebrando la liturgia. Pero él, aunque estaba dedicado a su fe, no quería ser un maricón metido a cura y sólo esperaba tener la edad apropiada para irse a trabajar a algún bar de travesti, reunir dinero para el cambio de sexo y cumplir su sueño, ser monja.

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